Hace algunos años, después de que me abandonó mi esposo, quien había perdido en el juego nuestros activos y medios de vida, me encontré en una situación financiera desesperada, dejada a mi suerte y a la de nuestros tres hijos pequeños en mi país recién adoptado.
Aunque todavía no había oído hablar de la Ciencia Cristiana, al tratar de decidir qué hacer, reflexioné sobre la historia bíblica de Eliseo cuando le preguntó a una mujer desamparada qué tenía en su casa (véase 2 Reyes 4:1-7). Me sentí inspirada a poner en práctica mi licenciatura, que antes no utilizaba, y pronto me embarqué en una nueva carrera y conseguí un trabajo como maestra de educación especial para niños con problemas graves de comportamiento.
El primer año fue extremadamente duro, y todas las mañanas antes de ir a la escuela, lloraba y oraba para que mi fortaleza durara todo el día. Mi trabajo ocasionalmente requería reprimir físicamente a los estudiantes y/o colocarlos en una sala de descanso. En mi país de origen, nunca había oído hablar de estudiantes que tuvieran que ser tratados de esta manera para contener sus rabietas. Pero necesitaba el trabajo para mantener a mis hijos.
Cada vez que pensaba en los estudiantes, las palabras “hechos a imagen y semejanza de Dios”, que como sabía se basaban en textos bíblicos (véase Génesis 1:26, 27), se repetían una y otra vez en mi pensamiento. Por ese entonces, me había vuelto muy descontenta con la iglesia en la que me crie, ya que ahora funcionaba de una manera muy diferente a cómo la había experimentado cuando era niña. Decidí que era hora de inspeccionar otras religiones y fui a la biblioteca y reuní 13 libros sobre los movimientos de diferentes religiones para que me ayudaran a decidir cuál iglesia debía investigar.
El quinto libro que abrí fue Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, por Mary Baker Eddy, y eso fue todo. Mi búsqueda había terminado. No podía dejar el libro; leía y releía ideas nuevas que me desconcertaban e intrigaban.
Me tomó el resto del verano terminar el libro, ya que algunos días solo lograba leer un párrafo o dos. Me aterrorizaba volver a enseñar en el otoño, pero cuando vi en Ciencia y Salud las palabras “hecho a la imagen y semejanza de Dios” (pág. 475), reconocí que mi renuencia a aceptar el comportamiento difícil de los estudiantes reflejaba mi capacidad innata para comprender que tal comportamiento rebelde no podía ser parte de su verdadera identidad espiritual porque fueron hechos a la imagen y semejanza de Dios.
También oré por mis propios hijos, afirmando que no podían heredar las tendencias a los juegos de azar exhibidas por mi esposo ni ningún otro rasgo o característica dañina, ya que heredaron solo el bien de su verdadero Padre, Dios. Oraba por mí misma para saber que no tenía que rogarle a Dios que me ayudara, que Él nos ama a todos y satisface tiernamente todas nuestras necesidades. Aprendí que podía y debía orar por la otra parte en cualquier situación —ya que en la creación de Dios no hay villanos contra víctimas— y esperar resultados correctos para todos los involucrados. Aprendí que sólo hay un creador, el Espíritu divino, Dios; que nuestro creador es bueno; y que somos hijos o ideas espirituales, que reflejan a Dios y Su bondad. Comencé a asistir a una iglesia de la Ciencia Cristiana y encontré una forma de vida que trae curación y esperanza.
Con mi comprensión espiritual recién descubierta, pude ver a mis estudiantes bajo una mejor luz, y aunque el camino a menudo era accidentado, sabía que podía confiar en que lo que estaba aprendiendo en la Ciencia Cristiana me ayudaría a navegar la experiencia docente con todo éxito. Continué trabajando en esta posición hasta que me jubilé, agradecida y feliz, con muchos elogios así como con estudiantes exitosos y amistades duraderas.
La travesía continúa, y estoy agradecida por la Ciencia Cristiana y sus enseñanzas que proporcionan orientación, curación y estabilidad, incluso en los tiempos más difíciles.
