Hasta hace poco, cada Día de Acción de Gracias era casi idéntico para mí. Esperaba con ansias la comodidad de una mesa compartida con mi familia inmediata, y a veces con algunos otros invitados, con la misma variedad de deliciosos platos tradicionales que mi madre preparaba con días de anticipación. No podía imaginar que la celebración fuera completa sin sus panecillos de calabaza y al menos cuatro tipos de pasteles con crema batida.
Una mañana de Acción de Gracias después de haberme mudado al otro lado del país, en realidad lloré ante la idea de estar ausente de la mesa de mi familia. Pero, ese año y el siguiente, surgieron oportunidades inesperadas para que pasara el Día de Acción de Gracias con amigos. Había estado aprendiendo a estar abierta a nuevas y sorprendentes pruebas del cuidado de Dios. Las comidas y tradiciones que mis amigos compartían conmigo eran diferentes de lo que estaba acostumbrada (una amiga preparó curry de maní, y no recuerdo que hubiera algún pastel en esa mesa), pero aprecié la variedad y disfruté mucho de la compañía.
El libro de Isaías nos ofrece una promesa y un desafío en momentos en que nos sentimos atrapados en las formas familiares de vivir: “No os acordéis de las cosas pasadas, ni traigáis a memoria las cosas antiguas. He aquí que yo hago cosa nueva; pronto saldrá a luz; ¿no la conoceréis? Otra vez abriré camino en el desierto, y ríos en la soledad” (43:18, 19).
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