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Nuestra herencia de Dios siempre a nuestro alcance

De El Heraldo de la Ciencia Cristiana. Publicado en línea - 24 de julio de 2025


¿Cómo pudo equivocarse tanto el joven? Habiendo exigido a su padre que le diera su herencia antes de tiempo, se fue de casa y la gastó en egocéntrica indulgencia. En la parábola de Jesús (véase Lucas 15:11-32), este hijo pródigo, al actuar como si su padre hubiera muerto, pronto agotó la herencia y se quedó sin nada.   

Pero ¿fue así? El hijo se dirigió humildemente a casa, y cuando llegó, su padre lo abrazó de inmediato, sacó la ropa más fina, le dio un anillo especial e hizo una fiesta para celebrar su regreso. 

Esta narración del Evangelio es una gran noticia para todos nosotros. Por muy equivocado que sea nuestro comportamiento o actitud, siempre podemos recurrir a nuestro Padre-Madre Dios y encontrar que nuestro Progenitor divino nos da todo lo que es verdaderamente bueno. La parábola indica que, como hijos de Dios, Su imagen espiritual, cada uno de nosotros tiene una herencia que no se puede desperdiciar porque no es una cantidad finita y material de nada. Es el bien infinito que tiene su origen en Dios, el Espíritu, y está disponible para siempre.

 La historia del hijo pródigo también ilustra que volverse a Dios implica apartarse de la engañosa atracción de la materia y volverse a la fuente de todo lo que es genuino y perdurablemente bueno, y que solo se encuentra en Dios. Como dice la Biblia: “Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación” (Santiago 1:17). 

La sustancia de estos dones buenos y perfectos es espiritual más que física, pensamientos de Dios, que son diametralmente opuestos a la indulgencia egocéntrica. Son un tesoro de cualidades piadosas que nos bendicen y nos permiten ser una bendición. Incluyen la consciencia sanadora de la naturaleza y el carácter de Dios, de la totalidad de la Verdad, la energía incansable del Espíritu, la inspiración siempre fresca de la Mente infinita, el Amor puro que incluimos y reflejamos como imagen de Dios.

Este es el bien verdaderamente satisfactorio, que nuestro Padre-Madre Dios siempre nos está otorgando. A medida que alineamos nuestro pensamiento y comportamiento con Dios, nuestro sentido de propósito, paz, alegría y amor se expande. Como aconseja Mary Baker Eddy en Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras: “Para la verdadera felicidad, el hombre debe armonizar con su Principio, el Amor divino; el Hijo debe estar en acuerdo con el Padre, en conformidad con Cristo” (pág. 337).

Concordar con Cristo y estar de acuerdo con Dios es admitir para nosotros mismos que una filiación puramente espiritual, tan contraria a lo mundano de una supuesta individualidad material, es nuestra verdadera identidad. En la medida en que aceptamos y expresamos esta identidad puramente espiritual, nuestro corazón se abre a la plenitud de nuestra herencia siempre presente como hijos de Dios. Esto incluye no solo esa “verdadera felicidad” sino también la salud, como Jesús demostró tan magistralmente. Su curación-Cristo tuvo gran alcance, incluso sanó a un hombre cuya ceguera provocó especulaciones sobre cómo se originó su condición (véase Juan 9:1-7). Según la creencia de la época, la enfermedad y la discapacidad eran el resultado del pecado. Entonces, ¿se debió a los pecados de sus padres o a los suyos propios? 

En una respuesta que resuena a través de los siglos, Jesús nos mostró cómo apartar la mirada del testimonio de los sentidos materiales y volvernos al Espíritu y su evidencia, con el fin de sanar. Dijo: “No es que pecó este, ni sus padres, sino para que las obras de Dios se manifiesten en él”. Se podría decir que es una historia de dos herencias. ¿Había heredado el hombre la mortalidad y las limitaciones inherentes a una vida meramente física? ¿O era el incesante heredero del bien divino directamente de Dios?   

Jesús vio claramente a este último: un individuo creado por Dios para representar la propia naturaleza de Dios como Espíritu, la cual no incluye ninguna limitación. Al saber lo que es la creación de Dios, independientemente de lo que esté físicamente en exhibición, Jesús hizo brillar la luz de esa comprensión de la identidad espiritual por siempre completa del hombre, y la ceguera fue sanada.

De manera similar, en nuestra vida diaria, podemos considerar las cosas con las que debemos lidiar y preguntarnos: “¿Evidencia esto mi herencia momento a momento de todo el bien de Dios, o la niega?”. 

Si es esto último, podemos elevarnos en una oración autoritaria y, cuando sea necesario, persistente para refutarlo. De Dios no podemos heredar nada que no sea el bien. Ya sea que el problema sea una enfermedad que se cree que hay en la familia o una carrera interrumpida por las acciones de otros —o cualquier otra condición o circunstancia preocupante— podemos apartarnos mentalmente de la situación para percibir a nuestro divino Padre-Madre, quien da libremente todo el bien a todos Sus hijos todo el tiempo. Demostrar que esto es cierto para nosotros mismos es probar que también es cierto para los demás, ya que la “hermosa… heredad” (Salmos 16:6) que Dios da pertenece imparcialmente a todos y cada uno.

Cuando se trata del Espíritu, no tenemos que esperar para recibir la herencia que “el Padre de las luces” nos está dando libremente momento a momento. Pero el bien divinamente heredado es el bien espiritual. No se puede encontrar —¡o perder!— en la autocomplacencia.

Nuestra herencia de Dios está intacta para siempre. Nos damos cuenta de ello en la medida en que regresamos a donde siempre está disponible —en la consciencia propia del Cristo del amor de Dios— y reflejamos ese amor al ayudar y sanar a los demás. 

Tony Lobl, Redactor Adjunto

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