En la travesía de nuestra vida, a veces nos encontramos lidiando con la pérdida. Es una experiencia universal, que nos toca a cada uno de nosotros de diferentes maneras. Ya sean los pequeños objetos que se nos escapan fácilmente de las manos o las conexiones y aspectos más profundos de nuestras vidas que apreciamos, la pérdida tiene una manera de dar forma a la experiencia humana limitada y limitante que erróneamente consideramos como la realidad. Ciertamente parece como si nos hubieran quitado algo de nuestra experiencia. Ya no tenemos esa cosa valiosa.
No obstante, el libro de Eclesiastés en la Biblia establece la siguiente ley con respecto a la realidad, que es totalmente espiritual: “He entendido que todo lo que Dios hace será perpetuo; sobre aquello no se añadirá, ni de ello se disminuirá” (3:14). Esto indica que todo en el universo de Dios, el Espíritu —el único universo verdadero— es completo y perfecto. Es totalmente bueno, y nada se le puede agregar ni quitar.
Para comprender este concepto de la plenitud presente, es útil considerar cómo funcionan las matemáticas. Contar es una habilidad importante. Cuando mi nieta en edad preescolar practica contar, a menudo, por alguna razón, omite el número 6 y, a medida que avanza, omite el 14. Pero a pesar de esto, esos números realmente nunca se pueden perder: el 6 siempre está entre el 5 y el 7, y el 14 siempre está en su lugar correcto también, porque los números no son cosas sino ideas. Bajo la ley divina, ningún concepto necesario o cualidad esencial puede extraviarse o perderse. Siempre está donde debe estar para desempeñar su legítima función.
Cuando nuestra cabaña en la montaña del norte de California se quemó en un incendio forestal, parecía que 75 años de historia familiar, posesiones, fotos, etc., se habían perdido, para nunca ser recuperados. Fue un shock. Pero muy pronto, nuestra pequeña comunidad, que había perdido la mayoría de sus cabañas, se unió brindando amor y apoyo. La camaradería y la alegría —la verdadera esencia de esa comunidad más allá de cualquier “cosa” material— todavía estaba allí.
Mi familia dedicó cuatro años de arduo trabajo basado en la oración para construir una nueva cabaña, y en muchos sentidos la nueva cabaña resultó ser mucho más útil que la anterior. Durante este tiempo de crecimiento espiritual, oré con parte de la definición de la palabra fuego en el Glosario de Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras: “aflicción que purifica y eleva al hombre” (Mary Baker Eddy, pág. 586). El hecho de dejar a un lado la voluntad propia y manifestar paciencia, de escuchar y cooperar unos con otros convirtió ese evento devastador en un tiempo de desarrollo espiritual en lugar de pérdida, declive y fracaso.
El orden del verdadero universo espiritual no puede ser perturbado más de lo que cualquier número individual o buena cualidad puede perderse o agotarse. Toda idea útil tiene un lugar permanente en el universo de Dios y jamás deja de estar en ese lugar. Por ejemplo, la salud está incluida en nuestro verdadero ser espiritual como la expresión del Espíritu, porque es una cualidad de Dios. Pero ¿Qué ocurre si nuestra salud parece habernos abandonado?
La salud es una expresión de la perfección, vigor, vitalidad, fuerza e integridad propias del Espíritu. No se puede quitar ni perder. Un trabajo encarna las cualidades divinas de provisión, utilidad y creatividad. Dios, quien es la Vida misma, expresa esas cualidades en nosotros, y no nos pueden ser arrebatadas. Una mascota amada evidencia alegría, compañía, belleza y afecto. Estos elementos del Amor divino no pueden estar ausentes de nuestra experiencia porque son parte permanente de nuestra existencia.
Dios, el bien, lo creó todo, como nos dice el primer capítulo del Génesis en la Biblia. Por lo tanto, la única creación, el único universo, debe ser espiritual, bueno, completo y perfecto. El Espíritu es omnipotente, de manera que no hay otro poder y, por lo tanto, nada que pueda separarnos de las cualidades del Espíritu. Constituyen nuestro ser mismo. Todo lo bueno está en su lugar aquí, con nosotros en todo momento. Esa es la ley espiritual, la única ley real.
Una tarde, me di cuenta de que una cadena de oro que contenía mi anillo de compromiso original, que había convertido en un colgante, ya no estaba alrededor de mi cuello. Lo buscaron por todas partes. Los vecinos y amigos seguían el camino de mi caminata diaria con los ojos pegados al suelo, tratando de encontrarlo. Entonces comencé a pensar en lo que representaba ese anillo: compromiso, amor y compañerismo. Esas cualidades nunca me podrían ser arrebatadas. Dios las expresa en mí para siempre. No necesitaba una pieza de joyería para tenerlas. Entonces, ¿por qué sentía que necesitaba encontrar el colgante?
Un par de semanas después, lo encontraron, en nuestra casa, en el piso del lavadero. Por supuesto, me dio mucha alegría tenerlo de vuelta, pero reflexioné sobre esta experiencia hasta que me vino a la mente ese pensamiento de Eclesiastés: “Sobre aquello no se añadirá, ni de ello se disminuirá”.
Lo que había sucedido en esta experiencia era la prueba de esa ley espiritual. Nada bueno puede perderse del universo del Amor divino, el único universo del que formo parte. Lo que parecía ser un colgante perdido era un error mental que exigía corrección. El error en este caso fue la sugestión de que el universo podía ser caótico, con elementos fuera de lugar, una falsa sugestión de que el Amor divino no era capaz de mantener una creación en orden. El resultado de la aplicación de esa ley espiritual fue que el colgante se hizo evidente.
Cristo Jesús pudo sanar a un hombre con una mano seca (véase Marcos 3:1-5) porque sabía que la utilidad que representaba esa mano nunca podía perderse. Se necesitaba la agilidad y la fuerza de esa mano, y estos atributos no podían separarse de la creación de Dios, el hombre. La utilidad, una expresión de la Vida, el Espíritu y el Amor, exigía que se borrara la imagen errónea de inutilidad. En el caso de la cabaña y mi colgante, se vio la verdad, y se borraron el desorden y la pérdida.
Al reconocer la integridad inherente de todo lo que realmente existe, encontramos paz en la verdad de que nada que sea verdaderamente de valor o de sustancia genuina se pierde. Así como la mano del hombre fue restaurada a su legítima integridad y propósito, nosotros también podemos reclamar el orden y la armonía que definen nuestra existencia. Al abrazar esta ley espiritual, aceptamos el orden divino del universo espiritual, que permite que cada uno de nosotros, como expresión de Dios, florezca donde y cuando sea necesario. Al hacerlo, celebramos no solo la restauración de lo que parecía perdido, sino la plenitud que es nuestro derecho de nacimiento.
El universo de Dios, el Espíritu, es perfecto y completo. Es donde nosotros y todos existimos realmente y donde nada bueno puede ser arrebatado. Esa es una ley que no se puede quebrantar y que siempre nos gobierna a todos y a cada uno de nosotros.
