Era la oportunidad de verano única de mi vida: ocho semanas de caminata y de mochilera por el oeste estadounidense en regiones silvestres que iban desde desiertos hasta montañas. Sería una de las dos consejeras junto con un líder de viaje que guiaría a veinte adolescentes. Dormiríamos al aire libre todas las noches, cocinaríamos nuestra propia comida y viajaríamos juntos en un autobús escolar grande.
Durante mi entrevista para este trabajo, los directores del campamento habían expresado su preocupación. Como era Científica Cristiana, querían saber cómo lidiaría con la enfermedad o lesión de un campista. Les aseguré que administraría prontamente primeros auxilios y, si fuera necesario, acompañaría al campista a un hospital. Además, les dije que mi primera respuesta en cualquier situación sería calmar el miedo. Mis respuestas los satisficieron y me contrataron.
En nuestro primer viaje de mochileros, el líder del viaje y mi colega consejera tenían una preocupación similar: ¿Qué pasaría si yo me lesionaba o me enfermaba en el viaje? En áreas silvestres remotas, no habría comunicación ni transporte de emergencia. Respondí que oraría lo mejor que pudiera y, si estábamos cerca de un teléfono, me comunicaría con un practicista de la Ciencia Cristiana para recibir tratamiento a través de la oración. Luego me hicieron una pregunta más difícil: ¿Qué quería que hicieran ellos si me caía y perdía el conocimiento?
Pude apreciar su preocupación. Les dije que debían hacer lo que les resultara más práctico en ese momento. Esto resolvió las cosas para ellos. Pero esa noche, mientras yacía despierta bajo las estrellas, me sentí inquieta por cómo había respondido. Mientras escuchaba a Dios en busca de una mejor respuesta, esta me vino en palabras de un himno que había cantado en la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana:
Padre, Tus amantes hijos
hacia Ti gozosos van;
saben bien que en Tu camino
protección encontrarán. …
si en Tu Espíritu vivimos,
nada nos hará caer.
(Elizabeth C. Adams, Himnario de la Ciencia Cristiana, N.° 58)
¡Qué promesa tan perfecta, directamente de Dios! A través de este mensaje angelical, Dios me estaba asegurando que no me caería ni quedaría inconsciente. Esta fue mi respuesta completa, solo entre Dios y yo. Maravillada, me quedé dormida, al sentirme tan segura y cerca de mi divino Padre-Madre.
Esta promesa espiritual de seguridad y protección permaneció conmigo durante todo el verano. Y en varios casos, fue evidente que también se extendió a otros.
Durante nuestra última noche en el cañón, una tormenta inesperada causó inundaciones repentinas. Nuestras bolsas de dormir se empaparon, pero como habíamos acampado muy por encima del lecho del río, nadie estuvo en peligro y ningún equipo fue arrasado por el agua. En la mañana, caminamos descalzos por el lecho del río previamente seco —ahora con el agua hasta las rodillas— agradecidos por la seguridad que habíamos tenido.
Nuestra escalada más difícil del viaje fue en una montaña coronada por un glaciar de más de cuatro mil seiscientos metros de altura. Después de un día de instrucción para escalar en la nieve, todos llegamos muy bien a la cima de la montaña, atados juntos en equipos, con crampones en los pies y piolets en las manos. No hubo problemas en esta exigente caminata a gran altura, y aunque yo no era la más atlética ni experimentada, pude llegar a la cima con el primer equipo de cuerdas. Fue una victoria personal y colectiva.
Durante todo ese verano, no experimenté ninguna enfermedad o lesión. En las pocas instancias en que acompañé a un campista al hospital, sus necesidades fueron satisfechas de manera simple y rápida. Solo un día uno de ellos no pudo participar debido a una lesión. De los numerosos grupos de viaje esa temporada, nuestro grupo fue el que tuvo la menor cantidad de lesiones.
Esta protección no fue una coincidencia, sino más bien el resultado natural de mi creciente confianza y seguridad en Dios y mi silencioso abrazo en oración a quienes me rodeaban. Ese verano, comencé a estudiar la Lección Bíblica semanal que se encuentra en el Cuaderno Trimestral de la Ciencia Cristiana. A través de este estudio espiritual enfocado, me sentí cerca de Dios y completamente apoyada durante nuestra aventura, y esto naturalmente fue también una bendición para los demás. Leer esta Lección temprano todas las mañanas no me agobiaba ni se imponía a los demás. La edición de la Biblia en rústica y su libro complementario, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras de Mary Baker Eddy, metidos en mi mochila en largas caminatas, jamás parecieron demasiado pesados.
Ese verano, aprendí que podía confiar en Dios en todas las situaciones y vi que mi punto de vista espiritual e individual podía bendecir a quienes me rodeaban, incluso sin palabras.
