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La viga y la paja

Del número de julio de 1952 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Para los que se esfuerzan con vehemencia por ensanchar el alcance de su demostración de la Christian Science, es profundo el significado de la bien conocida cita escritural (Mateo 7:3—5): “¿Por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano, y no adviertes la viga que está en tu mismo ojo? O ¿cómo dirás a tu hermano: Deja, echaré fuera la paja de tu ojo? ¡y he aquí una viga en tu propio ojo! ¡Hipócrita! echa fuera primero la viga de tu ojo, y entonces verás claramente para echar fuera la paja del ojo de tu hermano.”

Una autoridad en materia bíblica habla de la viga y la paja como tablón y astilla. Lo cual ilustra vívidamente la necesidad de mirar primero nuestro propio ojo, o sea dentro de nuestra consciencia misma, para cerciorarnos de que nada tenga que no sea cristiano, más bien que ver el ojo del prójimo. Porque una astilla es de veras insignificante comparada con el tablón.

Para la mente humana, es cosa dura aceptar la responsabilidad de lo que vea en los otros, en vez de solamente lo que uno mismo haga y manifieste. Se aferra aún a la vieja creencia teológica de que quien se haya arrepentido de sus errores de omisión y de comisión, lavando su propia vestidura, tiene por eso el derecho de atisbar los errores de los demás con cierta complacencia y justificación propia, dando gracias de que ya está libre de yerros, pero viendo todavía como reales los defectos de los otros.

Ciertamente que hay que agradecer, y de todo corazón, diariamente y hora tras hora la comprensión y demostración de nuestra perfecta identidad verdadera; pero esa misma gratitud debería impelernos cada vez más a ver a nuestro prójimo igualmente perfecto, como lo es en realidad. Así podremos librarnos del desdén chamuscantemente mordaz que implica el apóstrofe de “hipócrita” que se granjea quien no tome en cuenta la viga de su propio ojo. Jesús, el más compasivo de los hombres, no tenía palabras de condenación para los dispuestos a regenerarse, como la mujer de la que había echado fuera siete demonios. Su misión era curar y salvar. Su benigno reproche a la adúltera reformada fué: “Vete, y no peques más” (Juan 8:11). Pero para la hipocresía no tenía más que marchitante condenación, lo mismo que para la justificación propia, como lo evidencia la parábola del fariseo y el publicano.

Hacemos bien en meditar ésto, porque la hipocresía y la justificación de uno mismo son dos creencias mortales de lo más sutil y falto de amabilidad. La hipocresía puede ser que sea la menos peligrosa de las dos y la que más se preste a que se le disipe, ya que por lo menos se da cuenta de ser indebida o no trataría de esconderse. Mientras que la justificación propia alega que cumple con los Diez Mandamientos, que es justa en su modo de vivir y honrada según las normas humanas, creyéndose por lo tanto superior a los que procuran saciar su hambre aún a fuerza de arrastrarse o se muestran débiles accediendo a las exigencias de los sentidos. Acaso sea esta justificación de uno mismo la fase más empedernida del amor propio, del cual dice nuestra Guía Mary Baker Eddy en “Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras” (pág. 242): “El amor propio es más opaco que un cuerpo sólido.”

Sea que por hipocresía o por justificación propia optemos por ver el supuesto error en alguien más en vez de discernirlo como nuestro propio concepto imperfecto del perfecto hijo de Dios, lo cierto es que incurrimos en lo que Pablo censuró al escribir a los Romanos (2:1): “Por lo cual eres inexcusable, oh hombre, cualquiera que juzgas; porque en lo que juzgas a otro, te condenas a ti mismo; porque lo mismo haces, tú que juzgas.”

Sí, somo culpables, cojeamos del mismo pie en el grado en que veamos el mal como si fuera real en algún otro o en lo que contemplemos. Puesto que Dios perfecto y Su perfecta idea o reflejo, el hombre y el universo, constituyen cuanto hay de real, ¿que lugar deja eso para la imperfección? Ver lo imperfecto como real es tan desacertado como experimentarlo; porque niega que Dios lo constituya todo como la Vida, la Verdad y el Amor, el Principio perfecto y la Mente omniactiva, el Alma que todo lo impregna, el Espíritu ilimitado.

Juzgar a juicio recto quiere decir que debemos ver únicamente lo semejante a Dios, el bien, en todas partes. Si juzgamos a otro conforme a los sentidos que engañan, no hacemos más que colgarle o prenderle nuestro propio concepto imperfecto; porque ¿dónde puede existir la imperfecta persona material que creemos ver, cuando el universo entero es perfecto y espiritual? Sólo en nuestro propio concepto imperfecto de la perfección y del hombre. Por lo cual se verá que es nuestra tarea quitar la viga de nuestro propio ojo.

Cuando aceptamos esta responsabilidad con amor, y por amor a Dios y al hombre cumplimos fielmente con ella, juzgando sólo a juicio recto e insistiendo fervorosamente en que sólo la perfección de Dios está presente en todo Su universo, entonces comenzamos a comprender realmente lo que significa amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. En vez de colgarle nuestras falsas creencias del hombre, le ayudamos de continuo a que se eleve cuando declaramos (mentalmente) que Dios constituye todo lo que existe, y así disipamos en ese grado el error en nuestro propio estado de consciencia.

Nunca podemos fallar cuando así declaramos que la discordancia, sea cual fuere su clase, no es nada nunca en ninguna parte; y jamás estamos en lo cierto si admitimos que es real la mortalidad en cualquiera de sus formas, ya sea que parezcan buenas o malas. A esta ilusoria naturaleza del error es a la que le atribuyen realidad la hipocresía y la justificación propia, la primera fingiéndolo real al tratar de esconderlo, y la segunda tratando de fijarlo como real en los otros pero negándose a verlo como real en su propio concepto de uno mismo.

El sujeto supeditado al fariseísmo de la justificación propia vive engañado doblemente por arte peculiarmente sutil del magnetismo animal que no sólo lo hace víctima del error de sus propios pensamientos sin que se percate de ese yerro, sino que también lo esclaviza haciéndolo creer que ve tal error manifiesto en los demás como una realidad.

Ayuda mucho a que aceptemos con amor la responsabilidad de ver la identidad verdadera de todos lo que declara Mrs. Eddy en Ciencia y Salud (pág. 205): “Cuando llegamos a comprender que no hay más que una Mente, la ley divina de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos se revela; mientras que una creencia en muchas mentes gobernantes impide la inclinación normal del hombre hacia la Mente única, el Dios único, y conduce el pensamiento humano por vías opuestas, donde impera el egoísmo.” Aferrémonos, pues, incesantemente a la Mente única, la Mente que incluye en sí todo lo bueno y que es toda Amor, y agradezcamos a tal grado nuestra tendencia normal hacia esa Mente, que no nos atrevamos a interrumpirla con crítica ni de pensamiento ni de palabra.

Pero cuidémonos al mismo tiempo de no encerrarnos en una como torremirador de marfil desentendiéndonos de lo que nos parezca el mundo exterior. Para curar, debemos comprender la irrealidad, la naturaleza ilusoria del error; y esto puede volvérsenos sólida convicción únicamente mediante la comprensión y la práctica. Estar en el mundo sin ser del mundo, tratar el error impertérritamente como nada o nulidad, más bien que evadirlo —ésto es lo que cura verdaderamente.

Para ilustrar el punto tomemos en cuenta la experiencia de Moisés. El arrojó su vara al suelo y huyó de ella primero, cuando como mortal se sorprendió de verla convertida en serpiente. Pero la sabiduría lo detuvo, y cuando regresó y recogió la serpiente, ante su actitud ya esclarecida se volvió vara otra vez. Así dominó su temor y trató el error como tal, probando de ese modo que no era nada. Con todo lo cual adquirió una comprensión más clara de la naturaleza ilusoria del error, y esta demostración vino a ser una vara en que apoyarse al proseguir su jornada.

Hoy tenemos ese mismo privilegio de tratar o manejar el error según enseña la Christian Science y probar su impotencia y nulidad. No sólo eso, sino que es algo más que un privilegio: es mandamiento que Dios nos da, puesto que debemos seguir al Maestro juzgando a juicio recto. Su requisito principal para curar, la comprensión de la perfección de Dios y del hombre, se halla en estas palabras de nuestra Guía (Ciencia y Salud, págs. 476, 477): “Jesús veía en la Ciencia al hombre perfecto, que aparecía a él allí mismo donde a los mortales aparecía el hombre mortal y pecador. En ese hombre perfecto el Salvador veía la semejanza misma de Dios y este concepto correcto del hombre curaba al enfermo. Así Jesús enseñó que el reino de Dios está intacto y es universal, y que el hombre es puro y santo.”

Dado que “este concepto correcto del hombre” es lo que cura a los enfermos, preguntémonos: “Si deseamos curar a los demás, ¿qué hay que quitar primero, la viga de nuestro ojo o la paja del de nuestro prójimo?” Nuestro propio estado de consciencia debe estar libre de meras creencias y de todo temor del pecado y de la enfermedad antes de que podamos disiparlos de los pensamientos de los otros.

Era ese modo de ver que tenía Jesús — ese santo mirar claro y sereno, jamás empañado por la viga del amor propio — lo que sanaba toda situación, sin que importara mancilla o materia. Hoy están probando cada vez más los Científicos Cristianos el bien práctico que resulta de comprender lo que el profeta dice de Dios (Hab. 1:13): “Eres de ojos demasiado puros para mirar el mal, ni puedes contemplar la iniquidad.” Esto implica que el hombre como reflejo perfecto de Dios no puede estar consciente del mal, puesto que su creador no lo está.

En vista de que lo que albergamos en nuestra mente se hace objetivo en nuestro cuerpo y en nuestro medio ambiente, la corrección de cualquier discordancia aparente debe llevarse a cabo dentro de uno mismo. Si nos consagramos cada hora espontánea, paciente y gozosamente a desempeñar el trabajo que nuestro Padre nos asigne y según nos dirija el Amor, reconociendo que el error no es nada y que sólo lo bueno es real, estaremos quitando de nuestro ojo la viga que la impresión personal insista en que anubla nuestra clara percepción de Dios y Su universo perfecto. Así nos granjeamos nuestra parte en el encomio del Maestro que dijo (Mateo 13:16, 17): “Bienaventurados son vuestros ojos, porque ven; y vuestros oídos, porque oyen. Pues yo os digo, que muchos profetas y justos han deseado ver lo que vosotros veis, y no lo vieron; y oír lo que vosotros oís, y no lo oyeron.”

Regocijémonos de que, como Científicos Cristianos, aprendemos que para juzgar con criterio justo debemos ver a nuestro prójimo y a nosotros mismos como somos en realidad: espirituales y perfectos, el reflejo de Dios. Aceptemos con gratitud la responsabilidad de ver, a la luz del Cristo, la Verdad, la irrealidad de todo lo que parezca discordante, limitado, enfermo o pecaminoso. Estemos siempre alertas a descubrir o reconocer lo que el error alegue como creencia falsa, sea que se presente individual o colectivamente, como prójimo o como naciones, como hereditario, racial o religioso.

Demostrando de ese modo la Christian Science, avanzaremos hacia una comprensión más profunda y más rica de la perfección absoluta del ser, en la que no hay ni viga ni paja.

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