En 1989 La Organización Internacional del Trabajo, un organismo de las Naciones Unidas, publicó un estudio que estimaba que treinta y cinco millones de africanos estaban viviendo fuera de sus propios países. El estudio destacaba que de cada cinco emigrantes africanos uno era refugiado, y de cada dos refugiados en el mundo uno era africano. En vista de los acontecimientos mundiales ocurridos desde que se realizó ese estudio, no cabe duda de que ahora las cifras han de ser más altas.
La situación angustiosa de la gente que huye de la violencia, el hambre y la inestabilidad política en el mundo, nos afecta a todos, aun si vivimos en zonas donde existe relativa estabilidad económica y libertad política. Las organizaciones de socorro, los gobiernos y grupos privados a menudo hacen intentos heroicos para aliviar el sufrimiento de los refugiados. Pero aun estos esfuerzos sumamente necesarios son en general insuficientes para atender a los millones de personas que han sido forzadas a abandonar sus hogares. ¿Existe, entonces, razón para pensar que nosotros individualmente podemos contribuir a la vasta tarea de curación que es necesario llevar a cabo? ¿Dónde podemos encontrar protección y un refugio seguro para todos?
Para mí, estas preguntas no son para nada teóricas. Durante una revuelta política en mi país, descubrí que la promesa bíblica de la ayuda inmediata de Dios es mucho más que retórica religiosa.
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