En 1993 estaba viviendo en México, con tres hijas pequeñas, cuando una empresa norteamericana, dedicada a la fabricación y comercialización de instrumentos analíticos, me ofreció un puesto, en Venezuela, mi país de origen. Acepté, pensando que toda actividad es divina y descansa y procede del Principio divino creador, y, por lo tanto, está bajo una ley de progreso continua que ofrece infinitas posibilidades y oportunidades a todos. La empresa prosperó enormemente y yo había logrado establecerme con un trabajo excelente y disfrutaba mucho de la compañía de mis padres y de la familia.
Sin embargo, en Venezuela la situación política y económica se complicó muchísimo, a tal grado, que a finales del 2002, esta empresa decidió irse. Entonces me propusieron firmar un contrato con ellos para permanecer en el país a través de una distribuidora. En un principio, la idea era buena, así que acepté y me dediqué a estructurar la nueva empresa.
Ese año mis finanzas se habían deteriorado porque las ventas no habían sido lo que esperábamos. Fue entonces cuando el país estalló en una huelga que duró mucho tiempo. Enfrentamos escasez de alimentos, de gasolina y movilizaciones en las calles todos los días. Se vivía en un estado de alerta y de incertidumbre tal, que yo empecé a sentirme muy insegura.
Iniciar sesión para ver esta página
Para tener acceso total a los Heraldos, active una cuenta usando su suscripción impresa del Heraldo ¡o suscríbase hoy a JSH-Online!