Conocí la Ciencia Cristiana hace 23 años debido a una enfermedad que le detectaron a mi hijo menor.
En aquel entonces él tenía ocho meses de edad, y en una de las visitas a la pediatra, a ésta le llamó la atención que el contorno del cráneo del niño era dos centímetros mayor de lo normal. Consulté con mi hermano que es médico, y me recomendó un colega que tenía el equipo más avanzado para estos casos. Llevé al niño y le hicieron una ecografía que indicó que tenía hidrocefalia. Aquí empezó mi peregrinaje de doctor en doctor. El médico neurólogo encontró una opacidad en el ojo izquierdo y dijo que éste era un daño irreversible, y que el niño tendría que usar lentes el resto de su vida; luego se le hizo un scanner, que ratificó el diagnóstico. En seguida, lo vio el neurocirujano que dijo que se había detectado a tiempo y que se podía corregir implantanto en el cerebro una válvula y evitar así que hiciese daño. Los doctores pensaron que probablemente no había dañado el cerebro.
Acordaron que la operación debía realizarse en un mes, a menos que observara ciertos síntomas, en cuyo caso debía operarse de inmediato. En todo este proceso no le recetaron ningún medicamento.