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Hay que tomarlo en serio

Del número de enero de 2009 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Influencia. ¡Qué palabra más problemática! Algunas veces con una connotación adversa y otras, Favorable. Según el Diccionario Webster, los significados de la palabra influencia se extienden desde los oscuros misterios del mito: “un fluido etéreo que emana de las estrellas para afectar las acciones de los humanos”, pasando por lo práctico y benigno: “una emanación de fuerza moral o espiritual”, hasta llegar a lo moralmente deshonesto: “interferencia corrupta con autoridad para beneficio personal”.

Nuestra capacidad de pensar y hacer el bien nos viene naturalmente y sin límite.

Quizás la definición más útil sea la que simplemente explica cómo obra la influencia: “el poder o la capacidad de producir un efecto de maneras indirectas o intangibles”. Pero no importa cómo la definamos, una cosa es segura: la influencia, para bien o para mal, tiene gran autoridad en el mundo de hoy.

Tal vez nos preguntemos: ¿qué tan seriamente tomamos el hecho de que tenemos la capacidad de ceder a la influencia de Dios, lo que a su vez nos permite influir en los demás para bien? Tomamos en serio este poder? ¿Reconocemos esa autoridad adquirida de nuestro divino Padre? Los hechos acerca de nuestro ser demuestran que nuestra capacidad para pensar y hacer el bien nos viene a cada uno naturalmente y sin límites.

No tenemos que ser importantes figuras públicas. No necesitamos tener las conexiones adecuadas. No necesitamos tener un entrenamiento especial. Ahora mismo, cualquiera sea nuestra edad, raza, nacionalidad, género, situación económica o nivel de educación, cada uno de nosotros tiene la capacidad de influir al mundo para bien. La Biblia nos dice que somos creados a la imagen exacta de nuestro Hacedor, que somos hechos a semejanza de nuestro Creador. Por lo tanto, nuestra individualidad, creatividad, inteligencia, energía y amor innato por los demás, derivan de nuestra única fuente infinita: la Vida, el Amor, el Espíritu, el Alma. Somos semejantes a Dios.

Cuando, como miembros de la iglesia de la Ciencia Cristiana, reclamamos nuestra herencia divina y alineamos nuestro pensamiento —y nuestras acciones— con la influencia divina, nuestra influencia humana para hacer el bien puede llegar a tener un alcance que va más allá de nuestra imaginación. Piense lo que podemos hacer como iglesia. Hoy, muchos Científicos Cristianos dedican su tiempo a impartir el ministerio en las prisiones, o se unen a la actividad ecuménica de la comunidad para ayudar a los necesitados. Otros son útiles a los demás en una variedad de formas prácticas: por medio de donaciones monetarias a organizaciones sin fines de lucro y obras sociales; ofreciendo ayuda y oración consagrada a gente confinada en su casa, al enfermo y al pobre. Jesús fue el modelo. Él no conocía límite alguno. No tenía Internet, ni noticias por cable, ni ningún medio de comunicación. Tampoco tenía un cortejo de asesores. Tenía sólo uno: su “Padre celestial”, sin el cual, Jesús aseguró a sus seguidores, no podía hacer nada. Sin embargo, piense en la influencia para bien que Jesús tuvo en el mundo. Fue y es, inmensurable. Él inspiró a sus discípulos a salir y hacer lo mismo, a poner al Amor primero y predicar el evangelio. No aceptó ninguna limitación, y su círculo de influencia creció exponencialmente.

Mary Baker Eddy sintió esa influencia y, a su vez, siguió los pasos de Jesús. Ella no aceptó limitaciones. Ella sola, una cristiana inspirada, se apoyó exclusivamente en la guía de la Mente divina, y cambió miles de vidas para bien. Se sanó a sí misma y a sus semejantes. Enseñó a otras personas a sanar. Ella no dejó su descubrimiento o su amor por la humanidad guardado bajo llave. Lo compartió de una manera tangible y práctica.

Hoy, unos 130 años más tarde, usted, yo y los miembros de nuestra iglesia hemos aprendido de ella, hemos sentido su influencia para bien. No obstante, puede que nos preguntemos: ¿Estamos haciendo lo suficiente para demostrar nuestra apreciación por esta gracia, este regalo? ¿Qué estamos haciendo para ampliar nuestra influencia para bien? Tomemos seriamente este poder de ser una influencia para bien. Pensemos y actuemos como Pablos, Estébanes y Santiagos de la era moderna. Como las Mary Baker Eddys de nuestra era. Nuestra influencia para bien tiene que transformarse en algo sustancial y reconocible, en algo poderoso. Cada uno de nosotros tiene ese poder y esa capacidad. Mary Baker Eddy escribió: “Vuestra influencia para bien depende del peso que echéis en el platillo correcto de la balanza. El bien que hacéis e incorporáis os da el único poder obtenible”. Ciencia y Salud, pág. 192.

No podemos darnos el lujo de derrochar este poder. Oremos para tener la sabiduría de reconocer y luego actuar de acuerdo con el poder del Espíritu. Y cuando hagamos esto juntos, nuestra influencia combinada cambiará el mundo para siempre. ■

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