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”El niño que hemos de atesorar”

Del número de noviembre de 2009 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Hace unos años, le estaba leyendo a mi hija una revista para niños que se refería a las fiestas de diciembre. Al leer que en Navidad se celebra el nacimiento de un bebé, mirándome con una sonrisa, pues le encantaba la historia del nacimiento de Jesús, exclamó: “¡Un bebé muy especial!”

Una de las cosas que hacía tan especial a Jesús era la esperanza que inspiraba. No sólo la esperanza propia del comienzo de una nueva etapa, esa esperanza en el futuro que toda familia afectuosa siente cuando nace un ser humano, sino que el nacimiento de Jesús trajo esperanza a toda la humanidad porque anunció la promesa del poder tierno y sanador de Dios.

El verdadero “niño que hemos de atesorar” es la universalidad y el poder de la curación cristiana. Esta idea del Cristo sanador es la esencia de la Navidad.

En su artículo “El clamor de la época de Navidad", Mary Baker Eddy explica que el nacimiento y la vida de Jesús sirvieron no sólo para inspirar a la humanidad, sino para hacernos una demanda. Ella escribió: “En distintas épocas la idea divina toma diferentes formas, según las necesidades de la humanidad. En esta época toma, más inteligentemente que nunca, la forma de la curación cristiana. Éste es el niño que hemos de atesorar. Éste es el niño que rodea con brazos amorosos el cuello de la omnipotencia, e invoca el infinito cuidado del amoroso corazón de Dios”.
Escritos Misceláneos 1883—1896, pág. 370.

¿Qué quiso decir exactamente Mary Baker Eddy con el término “la idea divina”? De acuerdo con el Merriam Webster's Online Dictionary, una idea es mucho más que un pensamiento que se nos ocurre. Se define específicamente así: “Una entidad trascendental que es un modelo real del cual las cosas existentes son representaciones imperfectas... una norma de perfección... un plan de acción...” Entonces podríamos describir “la idea divina” como el modelo supremamente bueno y perfecto, el plan de Dios para Su creación.

Al nacer Jesús, María y José, los pastores y los Reyes Magos se transformaron en los primeros testigos de la “idea divina” encarnada en esa época. Ellos vieron la expresión viviente del poder y el cuidado del Amor divino, la naturaleza divina que Jesús manifestó tan bella y plenamente. Durante su ministerio sanador, la forma tan perfecta con que Jesús expresaba esta idea divina, el Cristo, ilustró cómo es la vida cuando se vive de acuerdo con el plan de Dios. Jesús conocía la fuente de su poder sanador, e instruyó a sus seguidores: “Ve, y haz tú lo mismo”.
Lucas 10:37. Los instó diciendo: “[Sed] hijos de vuestro Padre que está en los cielos”.
Mateo 4:45.

Si bien siempre atesoraremos la historia del niño Jesús en el pesebre, el verdadero “niño que hemos de atesorar” es la universalidad y el poder de la curación cristiana. Esta idea divina —el Cristo sanador— es la esencia de la Navidad. Cuando nos empeñamos en pensar y actuar como lo hizo Jesús, no sólo conmemoramos su bondad y honramos su nacimiento —el niño tan “especial” de la historia de la Navidad— sino que también celebramos y participamos de la naturaleza sanadora del Cristo.

A medida que abracemos conscientemente a ese niño de la curación cristiana en nuestra vida, experimentaremos todos los días la venida del Cristo en nuestro corazón. Cuando nos guía el amor desinteresado, cuando vencemos la atracción gravitatoria de pensamientos superficiales y trillados; cuando vislumbramos una vida que va más allá de ganancias o pérdidas personales y actuamos con un sentido de propósito y disposición más amplio e inclusivo, nos transformamos en nosotros mismos con mayor plenitud. Así experimentamos aún más nuestra propia naturaleza semejante al Cristo y sanamos con mayor naturalidad y facilidad todo lo que sea desemejante a Dios en nuestra propia vida y en la vida de los demás.

En mi caso, yo tuve esa necesidad de sentir más aún esta idea divina en mi vida, una mañana, días después de haber pasado otro año de infructuosos intentos por tener una “feliz” Navidad. Los festejos con sus regalos habían parecido muy superficiales, mientras me esforzaba por mantenerme a la altura de las circunstancias, a pesar de que me sentía cada vez más enferma. Tenía varios trastornos físicos diagnosticados por la medicina que no habían respondido a tratamientos médicos ni alternativos. Había pasado muchas horas sufriendo de dolor y agotamiento.

Una noche oré con todo mi corazón para saber qué era realmente verdadero y sustancial en mi vida. La respuesta que me vino fue: el Amor. No el amor de una persona, sino un amor que lo abarca todo, el Amor divino mismo. El Amor que, entonces comprendí, había estado siempre presente en mi vida. De pronto vi todo lo demás —es decir, el vacío, la abrumadora manifestación de la enfermedad y discapacidad, todas las condiciones materiales que parecían haber definido mi vida— de una manera totalmente diferente. Lo que mi cuerpo experimentaba y todos mis temores acerca del futuro, que me habían parecido tan poderosos y definitivos, desaparecieron cuando percibí maravillada el modelo perfecto de esta nueva idea de mi vida a la luz del Amor divino. A la mañana siguiente, desperté sintiéndome sana de varias enfermedades que tenía desde hacía mucho tiempo. Aquella mañana supe que había tenido una curación en la Ciencia Cristiana (la que había conocido de niña). Nunca antes había sentido una Navidad más auténtica. Mi corazón desbordaba de amor por esta comprensión espiritual sanadora, y quería comprenderla aún más.

Durante los meses siguientes, empecé a asistir a una iglesia de la Ciencia Cristiana. Leí Ciencia y Salud por completo varias veces y estudié la Lección Bíblica semanal. Paso a paso descubrí que podía confiar en esta visión profundamente cristiana del cuidado de Dios para hacer frente a mis necesidades diarias. A medida que practicaba lo que aprendía, tuve más curaciones, lo que para mí fue un ejemplo de cuán completo es el cuidado que brinda el Amor divino.

Seis meses después, cuando sólo faltaban unas horas para terminar mi instrucción en clase Primaria de la Ciencia Cristiana, recibí una llamada de alguien pidiéndome que la apoyara con la oración. La mujer describió su problema, el dolor físico y el temor que le causaba. Mientras ella hablaba, el amor y cuidado total de Dios que con tanta claridad yo había percibido se manifestó en palabras de consuelo y aliento que compartí con ella. Cuando colgué el teléfono, continué orando, sintiéndome increíblemente agradecida por la totalidad del cuidado y el amor de Dios, y maravillada por lo completa que era la curación que el Amor nos brindaba a las dos.

Poco después, mi madre asomó su cabeza en mi cuarto y me dijo que no había podido evitar escuchar la conversación desde la cocina. “¿Podrías repetir lo que dijiste?”, me pidió. Hice una pausa y me di cuenta de que no podía recordar ni una sola frase de lo que había dicho, sólo había quedado el poder y el amor que sostenían las ideas que había compartido con aquella señora. Las palabras habían desaparecido. No obstante, mi fe en la claridad y autoridad de las ideas sanadoras de Dios, que con tanta nitidez me habían venido al pensamiento, fue fortalecida de una manera práctica cuando esta señora me llamó poco después para decirme que estaba totalmente libre del dolor.

Mary Baker Eddy, ampliando su explicación del niño de la curación cristiana, en una ocasión le dio este consejo a una estudiante: “Ahora, lleve a su pequeño niño a Egipto y permítale que crezca hasta que se fortalezca lo suficiente como para ponerse de pie por sí solo”.
Conocimos a Mary Baker Eddy, págs. 121. Pude ver que el deseo y el empeño por comprender qué es lo que me había sanado la Navidad anterior, el estudio más profundo y práctica, así como las dos semanas de la instrucción en clase dedicadas a atesorar la idea de Dios, habían dado a mi creciente comprensión del Cristo una base firme para enfrentar el temor y la enfermedad.

Amar al niño de la curación cristiana, alimentándolo con el estudio atento y la práctica leal, revela lo cercano que está el cuidado tierno y completo de Dios. Cuando reconocemos la inmensa verdad del ser —todo el poder y amor infinito de Dios— se produce la curación. A su vez, cada experiencia de curación en la Ciencia Cristiana expande nuestra conciencia de la bondad de Dios y de lo normal que es para nosotros estar incluidos en esta bondad. Cada curación aumenta aún más nuestra confianza en la realidad espiritual y recibimos, por ende, más bendiciones y curación.

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