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En tierra santa

Del número de noviembre de 2009 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


La crianza de nuestros hijos ha sido una continua bendición para mi esposo y para mí. Mi corazón se llena de gratitud a Dios y a la Ciencia Cristiana por ser una guía siempre presente.

Cuando nuestro hijo Alan tenía 19 años nos dijo que quería realizar una serie de excursiones y actividades a pie, comúnmente llamadas trekking, en la Cordillera de los Andes —que tiene montañas de unos 5000 metros sobre el nivel del mar— ¡en pleno invierno! Mi reacción fue decirle: “¿Por qué quieres hacerlo en invierno cuando las temperaturas pueden alcanzar hasta 30°C bajo cero (-22° F)? ¿Por qué hacerlo cuando puede haber grandes tormentas de nieve y viento? ¿Por qué no lo haces en verano?”

Alan había tomado un curso de trekking en alta montaña, y ésta sería su expedición de iniciación. Iría un grupo de cinco o seis estudiantes con dos guías-tutores calificados, y todo el propósito del trek era hacerlo en invierno, no en verano.

A nuestro hijo realmente le gusta mucho el trekking y ya lo había practicado en grupo en montañas de menor altura, durante la temporada de verano. En cada ocasión él había demostrado ser muy cuidadoso y atento en su preparación, así como responsable y con buen criterio cuando surgían situaciones inesperadas. Pero esta nueva propuesta no tenía ningún sentido para mí.

Después de tratar de disuadirlo por varios días, él finalmente me dijo: “Mamá, me haces tener miedo”. Este comentario me hizo tomar consciencia de que yo era la que tenía que cambiar mi perspectiva de las cosas, no él. El trekking para él era un desafío interesante que le encantaba hacer, y no tenía temor alguno.

Me puse a orar de todo corazón. La Lección Bíblica de la Ciencia Cristiana de aquella semana tenía la historia de Moisés en el Monte Horeb, cuando ve el arbusto que arde pero no se consume. Cuando Moisés se acerca, escucha la voz de Dios que lo llama, y le dice: “Quita tu calzado de tus pies, porque el lugar en que tú estás, tierra santa es” (véase Éxodo 3:1—5).

Yo había leído esta historia muchas veces, pero la parte del calzado nunca antes me había llamado la atención. Siempre había pensado que Moisés estaba ante la presencia de Dios y que por esa razón el lugar era santo. Pero esta vez tuvo un significado totalmente diferente para mí: La tierra sobre la que Moisés estaba parado era santa porque él era el hijo amado de Dios. En ese instante percibí que no importa dónde estemos parados, ya sea en la cima de una montaña en invierno, en un valle, o en el fondo del mar, siempre estamos en tierra santa. Dios, el Amor divino mismo, está allí cuidando de cada uno de nosotros, de cada uno de nuestros hijos, de nuestros seres queridos. Me embargó una sensación de paz y supe que todas las cosas y todos nosotros estábamos bajo el cuidado de Dios, por siempre intactos.

Nuestro hijo se fue en la expedición como estaba planeado, y yo estuve totalmente en paz sin temor alguno. El grupo alcanzó la cima de la montaña sin ningún percance y tuvo buen tiempo. Nosotros vivimos en Buenos Aires y en invierno las temperaturas varían entre 3 y 15°C (37—59°F). El día que alcanzaron la cima en los Andes, la temperatura en nuestra ciudad era de 31°C (88°F). Yo consideré que era un pequeño regalo de Dios para nosotros. Él realmente cuida de cada uno de Sus amados hijos.

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