Cuando desperté aquella mañana del Día de Acción de Gracias, supe que esa no sería simplemente una fecha de gratitud y celebración. Sería un día crucial para mí. Hacía tres semanas que no fumaba un cigarrillo, y me iba a encontrar con familiares que fumaban.
Yo tenía unos dieciocho años cuando mi hermana mayor empezó a fumar. A veces salía con ella y sus amigos, y siempre me hacían pasar un mal rato diciéndome que era una santurrona, queriendo decir que era demasiado "buenita" y que nunca hacía nada malo. Decidí demostrarles que estaban equivocados, y empecé a fumar.
Cuando cumplí diecinueve años, entré a trabajar en el Aeropuerto Internacional de Seattle, Estados Unidos, como anfitriona y cajera de un restaurante muy elegante, donde mis compañeros de trabajo y yo a menudo hacíamos una pausa para salir a fumar.
Tiempo después, cuando cumplí veintiuno, fui transferida a otro departamento donde trabajaba como camarera de un bar. Y allí empecé a beber socialmente con mis compañeros de trabajo. Aunque con ellos iba a fiestas, yo sabía que fumar y beber no estaban de acuerdo con mis creencias. Siempre me sentía culpable y me condenaba mucho mentalmente. Esto me hacía sentir mal, entonces buscaba un cigarrillo para consolarme. Era miembro de La Iglesia Madre desde que tenía trece años, y yo quería ser una estudiante leal de la Ciencia Cristiana y vivir conforme a sus normas.
Cuando decidí que había llegado la hora de dejar de fumar y beber, supe que no sería tarea fácil. También supe que mi vida social cambiaría. Ya me había ocurrido antes, pero ahora estaba preparada para enfrentar las consecuencias. Primero, dejan de pedirte que te reúnas con ellos para ir a beber a los bares. No mucho después, dejas de formar parte del grupo y no te invitan a todo tipo de reuniones, desde las fiestas de Navidad hasta las parrilladas. Pensé que estaba bien. Simplemente, iría a trabajar y sería atenta con mis compañeros.
Muy dentro sabía que Dios tenía planes especiales para mí y que me había puesto en un lugar en el que podía ayudar a los demás. En vez de pensar que el trabajo era estrictamente una experiencia social, comencé a verlo como una oportunidad de vivir las cualidades que Jesús presentó en su Sermón del Monte, siendo amable y sabiendo perdonar.
Comencé a asistir nuevamente a la iglesia y a las conferencias de la Ciencia Cristiana. Todavía fumaba y aunque trataba de orar para liberarme de la adicción, estaba lejos de sentirme libre de la tortura mental. De regreso del trabajo pasaba por un negocio y me venía el pensamiento: "Si tan sólo tuviera un paquete de cigarrillos". Entonces me detenía, compraba uno y volvía a fumar.
Siempre sentía que distaba mucho de ser perfecta.
Pero al leer Ciencia y Salud, me sentí reconfortada por estas palabras de Mary Baker Eddy: "Quienes no pueden demostrar, por lo menos en cierta medida, el Principio divino de las enseñanzas y de la práctica de nuestro Maestro, no tienen parte en Dios".Ciencia y Salud, pág. 19. Yo razonaba que a pesar de que estaba luchando con la adicción, por lo menos estaba demostrando "en parte" el Principio divino de las enseñanzas de Jesús de orar por cada situación que enfrentaba en el trabajo. No podía continuar así, condenándome a mí misma. Entonces empecé a reconocer que Dios es Amor y que a pesar de lo que yo hiciera, Él me seguiría amando.
Después de muchos intentos infructuosos, finalmente pedí ayuda. Hacía años que no llamaba a un practicista de la Ciencia Cristiana, pero decidí hacerlo.
Esto tampoco me resultó fácil. Su nombre y número de teléfono estuvieron en la mesada de mi cocina tres días antes de que tuviera el valor de llamarlo. Me sentía avergonzada. ¿Cómo decirle a un practicista que me había apartado tanto del camino? Tomaba el teléfono, me ponía a llorar colgaba.
Finalmente, me hice de valor y lo llamé. Le pregunté si podía día hacer una cita para verlo. Me dijo que estaba por salir de la ciudad, pero me preguntó si podía ayudarme por teléfono. Cuando le dije que tenía el hábito de fumar, me dijo algo como: "Querida, no te preocupes, no pienses en ello. Sólo escucha lo que Dios te está diciendo". En ese momento, me embargó una sensación de amor y calidez. Me sentí aliviada de que no me hubiera juzgado. Cuando colgué el teléfono, leí de la página 180 a la 181 de Ciencia y Salud, que me había pedido que leyera cuidadosamente, así como la definición de hombre en la página 475. Este pasaje captó mi atención: "He comprobado que para aliviar inflamaciones, disolver tumores, o curar enfermedades orgánicas, la Verdad divina es más potente que todos los remedios inferiores. Y ¿por qué no, puesto que la Mente, Dios, es la fuente y condición de toda existencia?"ibíd., págs. 180–181. Percibir que Dios —no una droga— es la fuente de mi existencia y me gobierna, me liberó instantáneamente del deseo de fumar y de beber alcohol.
El pináculo de esta demostración llegó tres semanas más tarde, el Día de Acción de Gracias, cuando tuve que encontrame con mi hermana. Ella, mi hermano, mi cuñada y yo estábamos en el garaje de mi hermano donde se habían reunido para fumar. Cuando les dije que había sanado del hábito, nadie me creyó. Como siempre, mi hermana se rió y empezó a presionarme. Me pregunté si podría superar ese momento de tentación y sobreponerme a sus bromas pesadas.
De pronto, cedí ante su insistencia y di una pitada al cigarrillo. Me produjo arcadas. No tenía ningún deseo de fumar. La curación era completa. Desde entonces no he vuelto a fumar ni a beber alcohol. Tampoco me he sentido sola pues ahora tengo nuevos amigos que me aceptan como soy. Aquel fue un día para recordar; un día en el que me regocijo y por el que siempre doy gracias.
