Un sábado por la tarde, nuestro hijo adolescente salió a correr por el bosque cercano al colegio donde estudia como interno. Llevaba puestos unos shorts y una camiseta. Una hora después se desvió del camino y al rato se dio cuenta de que se había perdido. Cuando empezó a anochecer, vio una península del otro lado de un lago. Se sacó la ropa y nadó hasta allí sosteniéndola por encima de la cabeza para que no se mojara. Al llegar se hizo un pequeño cobertizo apoyando ramas contra un árbol y esperó a que pasara la noche.
Cuando nos avisaron, ya muy tarde, que no lo podían encontrar, mi esposo estaba en casa y yo había salido en viaje de negocios a cuatro horas de allí. Pronto comencé a sentirme muy ansiosa pues sabía que por la noche la temperatura bajaba a unos 9° C (40° F) y, además, en esa zona se habían avistado lobos, osos negros, coyotes y gatos monteses. La propiedad de 1300 acres (unas 530 hectáreas) del colegio está rodeada por otros miles de acres de vida silvestre. Asimismo, yo tenía que manejar cuatro horas para llegar a casa y otra más para llegar al colegio. Era un hecho que todo ese tiempo lo iba a pasar orando.
Para mí, la oración es un estado mental muy activo en el cual escucho para recibir inspiración y me aferro a una norma que, entiendo yo, Cristo Jesús enseñó: Dios es amor y nos guarda, nos guía y protege constantemente. En mi oración percibo que Dios no es un ser humano glorificado, sino un poder que es omnipotente, omnipresente y la fuente de toda inteligencia; que es la sustancia de nuestra vida.
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