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Actualidad latina

¿Qué debo "soltar"?

Del número de marzo de 2009 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Hace tiempo, un hombre me enseñó cómo atrapar un mono. Consiste en tomar un recipiente pesado y hacerle un pequeño orificio por donde el mono pueda apenas meter la mano. Se introduce algún objeto interesante para el mono, asegurándonos de que éste nos observa cuando lo hacemos. Luego nos alejamos. El animal, intrigado por esa “cosa”, no tardará en intentar sacarla del recipiente, así que mete la mano, toma el objeto y cierra el puño. El puño cerrado ya no pasará por el orificio y el mono queda, básicamente, atrapado. Entonces podemos tomarlo con facilidad. ¡Si tan sólo el mono se diera cuenta de que soltando el objeto podría liberarse fácilmente!

Comprendí que eran señuelos que me estaban engañando.

Yo también me veo muchas veces atrapado por el enojo, la amargura, el temor, el orgullo y tantas otras cosas sutiles. Si bien con el estudio de la Ciencia Cristiana he aprendido lo importante que es establecer una separación entre el error y la persona, esto me resulta a veces sencillo, otras laborioso y en ocasiones casi imposible. Con frecuencia, identifico a la persona, pero no el error, por lo cual no logro perdonar a la persona, y resiento el malestar que eso me genera y no me permite estar en paz conmigo mismo ni con quien pareciera haberme agredido.

En una ocasión estuve un buen rato “masticando” algo que me había ocurrido, cuando percibí con claridad una de las formas en que se manifiesta el error. Yo la defino como desgastar, manipular, acorralar, abusando de nuestras virtudes, de nuestras cualidades. Se presenta como una acusación injusta referente a algún aspecto de nuestra actividad en el que uno está seguro de que está haciendo bien las cosas. Como por ejemplo, en el asesoramiento que uno puede ofrecer en una empresa, en la forma democrática en que uno actúa dentro de alguna institución, o, simplemente, interponiendo dudas que cuestionan nuestra honestidad. Esta acusación hace referencia a nuestras virtudes como si fuesen nuestras faltas, y uno sintiéndose así manipulado tiende a reaccionar.

Identificar este aspecto del error me ha permitido separar mucho más fácilmente el error del individuo, superar el resentimiento así perdonar con mayor prontitud.

En la empresa donde trabajo importamos accesorios para máquinas industriales, y un día, a última hora de la tarde, recibí una llamada telefónica de un funcionario de la aduana. Con cordialidad me propuso que auspiciáramos una revista que publica esa institución. Le respondí amablemente que no estaba en nuestro presupuesto realizar tales auspicios. Me contestó que lo lamentaba porque podrían ayudarnos en el caso de una inspección o trámite. A las dos semanas, recibimos una citación de la aduana informándonos que en un plazo de 15 días debíamos presentar documentación que demostrase que los precios declarados en una importación realizada hacía 6 meses eran veraces.

Esta citación me molestó. La asocié con la llamada del funcionario. Implicaba dedicarle tiempo, que quitaría de realizar mi trabajo, para preparar papeles que demostraran que lo que hacemos no tiene engaño.

Como estudiante de Ciencia Cristiana estoy acostumbrado a orar cuando tengo un problema, y al hacerlo recordé este pasaje de Mary Baker Eddy: “Estando el hombre real unido a su Hacedor por medio de la Ciencia, los mortales sólo tienen que apartarse del pecado y perder de vista la entidad mortal, para encontrar al Cristo, al hombre verdadero y su relación con Dios, y para reconocer la filiación divina”.Ciencia y Salud, pág. 316.

Una mañana, inicié mi viaje de media hora en auto hasta la Central de Aduana, con la información recopilada. Mientras conducía, iba rumiando mentalmente los argumentos que podría utilizar para contrarrestar los posibles cuestionamientos que el funcionario podría esgrimir. Me fastidiaba todo eso y que me hicieran perder el tiempo. Estaba convencido de que buscaban una coima [soborno], cosa que yo no iba a consentir.

Esta forma de pensar me generaba tensión, así que empecé a orar y a reflexionar. Me dije: “Debo ver a la otra persona como hijo de Dios. Tengo que reconocer que hay una sola Mente que nos gobierna a todos”. Pero con el siguiente suspiro me encontré nuevamente discutiendo con mi imaginario funcionario de aduana. Claramente mi trabajo en oración estaba desorientado. Las palabras eran correctas pero el pensamiento no era acertado. Fue entonces que recordé el relato del mono y me di cuenta de que yo estaba atrapado, no por la situación, sino por la angustia, la incertidumbre y el nerviosismo. ¿Qué debía soltar? “Temor”, “enojo”, “fastidio”, el “aparente derecho a sentirme ofendido”.

De pronto comprendí claramente que nada de eso me pertenecía. Nada de eso era bueno. Eran señuelos que me estaban engañando, pero yo tenía la capacidad de librarme de todo eso allí mismo, y así lo hice, los solté. Lo único que quedó en mi pensamiento fue: Yo soy hijo de Dios ¡y el funcionario también! Me llenó una sensación de paz y tranquilidad.

A partir de allí, manejé con toda calma hasta la aduana. El tráfico no me molestó. Incluso, dejé avanzar a los demás antes que yo.

Cuando llegué a la oficina donde debía presentarme había varios escritorios, algunos hombres vestidos de traje y corbata, las mujeres muy bien vestidas, y había un hombre un tanto desarreglado, sin saco, sin corbata, con el cabello despeinado, que desentonaba con el resto. Ese hombre era con quien yo debía hablar. Al instante solté “prejuicio”. Me acerqué a su escritorio, me senté, presenté los primeros papeles, los miró una y otra vez, y me dijo: “No veo por qué lo han citado, está todo en orden. Usted es una persona ocupada y esto lo ha sacado de su trabajo. Le pido disculpas”. Firmó una constancia, le agradecí su atención, y volví a mi trabajo conduciendo tranquilamente.

Tengo una total convicción de que la armonía que se manifestó fue resultado de la presencia del Cristo en mí y en el funcionario, y del estado de conciencia que obtuve al soltar aquello que me estaba engañando.

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