De niño, solía pasar algunos veranos en la casa de mi abuela en las afueras de la gran ciudad. En los fondos de la casa había una huerta con plantas de tomates, espinacas y zanahorias. También había finas hierbas como albahaca, orégano, romero y laurel, además de unos manzanos y una higuera. Y hasta una parra y un jazmín.
En medio de la huerta había un camino. La familia podía ir por él y detenerse para admirar todo lo que había allí plantado; y agradecer por todo lo que esa buena tierra había dado.
Día a día sigo aprendiendo que la gratitud es como ese camino en la huerta; una vía que se transita reconociendo el bien que allí hubo, que hay y que esperamos que haya. La gratitud nos lleva a reconocer el bien, que es Dios mismo, en todos los aspectos de nuestra vida.
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