“¿Por qué no lo puedo hacer yo?”, pensé. El césped había crecido bastante y mi esposo, que siempre lo cortaba, estaba muy ocupado con su trabajo.
Saqué la máquina del garaje, la prendí y se apagó. Esto sucedió tres veces. Entonces bajé la velocidad, levanté con mi dedo índice de la mano derecha apenitas el filo del borde de la cubierta de la máquina, y sentí que algo me cortó el dedo. Salía mucha sangre y me dolía.
Me lavé y mientras me cubría el dedo con unas servilletas de papel, me puse a orar reconociendo la presencia de Dios. Razoné que puesto que Él no había sido tocado, yo por ser Su imagen y semejanza, tampoco podía sufrir daño alguno. Sentí que el dolor disminuía y la sangre dejó de manar.
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