Imagino que en diciembre nuestro amado planeta, desde el espacio, debe verse ¡mucho más brillante que de costumbre!
Siento que ese brillo no se debe simplemente a la infinita cantidad de luces con que muchos de nosotros en el mundo adornamos nuestras calles, negocios y casas. Se debe también al resplandor que irradiamos nosotros mismos. A ese brillo y alegría interior que no tiene nada que ver con la materia, sino con la luz del Cristo, la idea espiritual de Dios, presente en el corazón de todos y cada uno de nosotros, seamos creyentes o no.
Mary Baker Eddy escribe: “La estrella que con tanto amor brilló sobre el pesebre de nuestro Señor, imparte su luz resplandeciente en esta hora: la luz de la Verdad, que alegra, guía y bendice al hombre…” (Esc. Mis., pág. 320).
Durante la época navideña, parece como que tomamos más consciencia del toque del Cristo que está siempre renovando y trayendo esperanza a nuestro anhelo de que haya más armonía, salud y paz para todos. También hace que nuestro pensamiento se vuelva más receptivo a la presencia del Amor divino, nos volvemos más compasivos y crece en nosotros la alegría y el sincero deseo de compartir, de dar, no necesariamente regalos materiales, sino afecto, cordialidad, una sonrisa.
Durante mi niñez y adolescencia, celebrábamos la Navidad en casa. Mi padre era piloto comercial y en aquella época hacía vuelos de cabotaje, o sea, dentro del mismo país y limítrofes, así que, muchas veces regresaba de viaje el 24 de diciembre a la medianoche, ¡justo para el brindis de Navidad! Entonces, él siempre invitaba al chofer de la compañía aérea, quien lo había traído del aeropuerto, a festejar con nosotros. Si bien el señor no estaba con su propia familia, aceptaba con mucha gratitud la invitación de pasar esos momentos con nosotros, rodeado de afecto y alegría, en lugar de estar solo manejando en la carretera.
Son realmente las pequeñas cosas, esos gestos diarios de bondad, de generosidad, de buen humor, inspirados por el Cristo, los que hacen la diferencia en nuestra propia vida y en la de los demás.
Regocijémonos, entonces, como los pastores de antaño, con la promesa de “¡paz y buena voluntad para con los hombres!”, y ayudemos a traer esa realidad aún más a la experiencia de todos (véase Lucas 2:14).
