Imagino que en diciembre nuestro amado planeta, desde el espacio, debe verse ¡mucho más brillante que de costumbre!
Siento que ese brillo no se debe simplemente a la infinita cantidad de luces con que muchos de nosotros en el mundo adornamos nuestras calles, negocios y casas. Se debe también al resplandor que irradiamos nosotros mismos. A ese brillo y alegría interior que no tiene nada que ver con la materia, sino con la luz del Cristo, la idea espiritual de Dios, presente en el corazón de todos y cada uno de nosotros, seamos creyentes o no.
Mary Baker Eddy escribe: “La estrella que con tanto amor brilló sobre el pesebre de nuestro Señor, imparte su luz resplandeciente en esta hora: la luz de la Verdad, que alegra, guía y bendice al hombre…” (Esc. Mis., pág. 320).
Iniciar sesión para ver esta página
Para tener acceso total a los Heraldos, active una cuenta usando su suscripción impresa del Heraldo ¡o suscríbase hoy a JSH-Online!