La Navidad es una celebración de la luz y la vida de Cristo Jesús. Es una época para atesorar “la luz del Hijo” de Dios, el Cristo eterno amaneciendo en la consciencia humana individual. El Cristo es la “luz del mundo” misma; la Verdad universal revelando el infinito amor que nuestro Creador tiene por nosotros y por toda la creación. Jamás olvidaré el momento cuando esta luz del Cristo entró sorpresivamente en mi vida.
Iba manejando a toda velocidad en una camioneta alquilada, por una carretera en Galilea, al norte de Israel. Era abril y la escena al caer la tarde era sombría y el cielo estaba cubierto de nubes. Un pequeño equipo de filmación y yo estábamos en la región por una semana para filmar un video de los lugares históricos donde Jesús vivió y trabajó. Después de varios días de intenso calor y varios cientos de kilómetros polvorientos, el peso de la “historia” estaba desplazando la inspiración que yo había esperado sentir en mi primer viaje a Oriente Medio.
Después de visitar un lugar histórico tras otro, comenzó a molestarme mucho el hecho de que en ningún lado había ni la más mínima evidencia física de que Jesús haya existido jamás. No sé qué esperaba ver, pero el día anterior, cuando nuestro guía señaló un raro descubrimiento arqueológico con el nombre de Pilato grabado en él, no pude evitar preguntarme: “¿Por qué no el nombre de Jesús? Dios mío, ¿sería tan difícil para Ti ayudar a los científicos a poner al descubierto algún artefacto que probara irrefutablemente que Tu propio Hijo caminó en la tierra?”
La carretera que se extendía delante nuestro en ese momento era tan gris y oscura como las nubes mentales acumuladas en mi pensamiento. Fue entonces cuando de pronto la escena cambió. Las rocas, árboles y campos alrededor nuestro se iluminaron. Miramos por las ventanillas y vimos que estaba apareciendo el sol detrás del enorme muro de nubes. Repentinamente, nos vimos en medio de una luz brillante que lo inundaba todo. Estacionamos a un lado de la carretera y salimos corriendo del auto con nuestro equipo. Durante la siguiente media hora, apuntamos nuestras cámaras al cielo en el poniente y grabamos la espectacular representación del sol. Grandes rayos de luz atravesaban las nubes oscuras y radiaban un vasto prisma de luz y color que se reflejaba en la cima de las colinas, prados, senderos y caminos asfaltados, transformando la escena de sombría en celestial.
Es natural que durante la Navidad tengamos una comunión más profunda con el Cristo, que sintamos nuestra íntima relación con él, como hicieron los discípulos de Jesús.
Estando de pié allí maravillado, estas palabras me hablaron claramente en el pensamiento: “¡Deja de buscarme en la tierra! ¡Mira ARRIBA! ¡Yo soy la luz del mundo!” En un instante, todos aquellos sentimientos de duda y pesar se disiparon como las sombras. Pensé cuán extraordinario era que la luz de la vida y enseñanzas de Jesús jamás habían sido enterradas en la tierra. Durante dos mil años, en medio de regímenes represivos y culturas materialistas, “las buenas nuevas” que él había anunciado en la tierra habían persistido, sobrevivido, incluso prosperado. Gente de toda edad y cultura, mi familia y yo incluidos, habíamos sido tocados y transformados por las palabras e ideas de este hombre humilde.
“Yo soy la luz del mundo”, dijo Jesús a sus seguidores (Juan 8:12). Yo conocía muy bien sus palabras en los Evangelios, así que no es de sorprender que me vinieran al pensamiento mientras observaba esa escena llena de sol. No obstante, en esa ladera de la colina en Galilea, y cada vez más desde entonces, sus palabras han adquirido un nuevo significado para mí. Y no simplemente sus palabras. He sentido la luz y el amor del Cristo como una presencia tangible en mi vida, un consejero y amigo afectuoso que trae curación y guía.
Los Evangelios nos dicen que “de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16). La misión de Jesús era ser testigo del amor de Dios por nosotros, revelar que el reino de los cielos, o reino de la armonía, está cerca. Este hombre humilde sabía que su naturaleza divina, el Cristo, había estado haciendo esto por siempre. “Antes que Abraham fuese, yo soy” (Juan 8:58), dijo Jesús de la idea Cristo que trascendió el tiempo. Y también les aseguró a sus seguidores: “Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 28:20).
Leer los Evangelios en Navidad es una forma maravillosa de celebrar estas fiestas.
Al celebrar la historia de la vida de Jesús en la época de Navidad, es sumamente importante declarar con firmeza que el Cristo, el Hijo eterno de Dios, continúa hoy en día, realizando las obras de Jesús en la tierra, tanto a nivel individual como colectivo: nos sana cuando estamos enfermos, nos alimenta y viste, limpia nuestros pensamientos y móviles más íntimos, nos llama a cumplir nuestra misión en la vida, nos guía cual pastor cuando estamos perdidos, nos apoya cuando estamos indecisos, nos ama incondicionalmente, nos eleva cuando nos estamos hundiendo.
¿Quién no anhela sentir más la presencia sanadora del Cristo? Está al alcance de la mano. Es natural que durante la Navidad tengamos una comunión más profunda con el Cristo, que sintamos nuestra íntima relación con él, como hicieron los discípulos de Jesús.
Los primeros cristianos se reunieron para recordar y recontar lo que Jesús dijo e hizo, y para alentarse los unos a los otros a seguirlo fielmente. Para estos hombres y mujeres humildes, el Cristo era una presencia diaria en sus vidas. Algunos de ellos habían caminado con el Maestro. Otros habían visto sus obras sanadoras. Mientras que varios incluso lo habían visto después de su resurrección. Pero todos estaban aprendiendo qué significaba sentir realmente la presencia del Cristo como Jesús dijo que la sentirían al sanar en su nombre y amándose unos a otros. Leer los Evangelios en Navidad —tal vez una o dos traducciones de la Biblia que no hayamos abierto antes— es una forma maravillosa de celebrar estas fiestas. La autora y sanadora cristiana Mary Baker Eddy incluso sentía que era apropiado conmemorar “la natividad de Jesús”. Ella escribió: “Para aquel que trajo una gran luz a todas las épocas, y que llamó ligeras sus cargas, el homenaje es por cierto merecido —pero está en bancarrota” (Escritos Misceláneos 1883–1896, pág. 374).
“¡Oh, pensar en lo que ha hecho por mí!”, dijo Eddy en una ocasión, estando de pie en su recibidor frente a un retrato de Jesús, mientras las lágrimas le rodaban por sus mejillas (reminiscencias de J. MacDonald, Colección Mary Baker Eddy, Biblioteca Mary Baker Eddy). Su profundo amor por el Salvador y su íntima comprensión de la presencia salvadora del Cristo, son evidentes en todos sus sermones y escritos.
Hace unos años, mi esposa y yo nos dimos el uno al otro el regalo de leer en voz alta todo el libro de texto de Eddy, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, unas 20 páginas al día, hasta la Navidad. Fue una experiencia transformadora para los dos, y nos encantó volver a hacerlo. La promesa de Jesús: “Yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador” (Juan 14:16), se cumple en el mensaje sanador del libro de texto.
No es de sorprender que el Prefacio de Ciencia y Salud comience con un amanecer: “El pastor vigilante contempla los primeros tenues rayos del alba antes de que llegue el pleno resplandor de un nuevo día” (pág. vii). Es una descripción inspirada de cuando la luz del Cristo penetra en la consciencia humana, tal como los rayos del sol atravesaron las nubes mentales para mí aquel día en Galilea. De esta “luz del Hijo” se trata la Navidad, y podemos regocijarnos en la verdad sanadora que revela a la humanidad cada día del año.