Hace algunos años, cuando era maestra de la Escuela Dominical, les pregunté a mis alumnos qué significaba la Navidad para ellos. Los pequeños respondieron al unísono que era el día de recibir regalos.
Enseguida les pregunté: “¿Quién nació el día de Navidad?” Al no obtener respuesta, reiteré la pregunta, hasta que uno de ellos finalmente respondió: “¡Jesús!” Entonces les conté la historia de la Navidad que aparece en los Evangelios y mencioné que los Reyes Magos le habían traído regalos al niño Jesús recién nacido. Entonces los niños quisieron saber qué presentes ellos le podían dar a Jesús. Les expliqué que Jesús había vivido hacía muchos años, pero que el regalo más hermoso que podíamos darnos los unos a los otros era mantener pensamientos puros, cuidando de que fueran generosos, amorosos y buenos. Cuando nos llevamos bien con nuestros compañeros en la escuela y somos bondadosos a la hora del almuerzo; cuando ayudamos a mamá con las tareas de la casa, somos pacientes con nuestros hermanos y obedecemos a Mamá y Papá, estamos expresando al Cristo, el espíritu del Amor divino que Jesús manifestó, y ese es el mejor regalo que podemos ofrecerle a alguien.
Mary Baker Eddy, la Descubridora de la Ciencia Cristiana, escribió que Jesús “estaba dotado del Cristo, el Espíritu divino, sin medida” (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 30). Mediante sus enseñanzas y curaciones, Jesús demostró que el Cristo, la Verdad, es eterno y siempre ha existido dentro de la consciencia individual.
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