Disfrazarse es divertido. Recuerdo las fiestas que mis padres hacían en casa para Carnaval, cuando yo era chica. Algunos amigos asistían luciendo enormes caretas del “Gordo” y el “Flaco”, de “Don Fulgencio”, uno de los personajes de tiras cómicas más famosos de Argentina, y otras más. Siempre había mucha armonía y todo el mundo, chicos y grandes, pasábamos un buen momento tratando de descubrir quién era quién.
A lo largo de los años he descubierto que hay otro tipo de máscaras que no producen ni transmiten esa misma alegría. Como que he llegado a comprender en parte lo que Cristo Jesús quiso decir cuando advirtió a sus apóstoles: “Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces” (Mateo 7:15).
En realidad, esos falsos profetas no son jamás personas o cosas, sino sugestiones mentales que con frecuencia producen en nosotros temor, envidia, obstinación, un sentimiento de inferioridad o impotencia, e incluso muchas veces puede que nos enfermen o nos hagan sentir lástima de nosotros mismos.
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