En mayo de 2013, tuve la maravillosa oportunidad de viajar a Tibet, en China. Oré mucho mientras me preparaba para realizar el viaje, y recibí una inspiración tras otra. Todo se había ido desarrollando tan perfectamente, que me sentí de lo más entusiasmada cuando finalmente llegamos a destino.
Mi universidad, situada en los Estados Unidos, había organizado este viaje para estudiantes interesados en aprender más acerca de la política, religión e historia de esa región. Nos quedaríamos una semana en la capital de China, Beijing, y tres semanas en la Provincia de Tibet.
Tibet es conocida como el “techo del mundo”, porque está situada en una de las regiones más altas del globo. Durante nuestro viaje allí, nuestra guía china nos explicó con mucha seriedad los riesgos que implicaba estar en una región a esa altura. Nos advirtió que era común tener dificultad para respirar y mareos, y que debíamos alertarla si experimentábamos esos síntomas.
Durante nuestra primera noche en Tibet, me desperté en medio de la noche con mucha dificultad para respirar. Al principio, pensé que esa condición simplemente desaparecería y traté de volverme a dormir. Pero como no podía respirar de ninguna manera al estar acostada, pasé el resto de la noche sentada contra el respaldo de la cama.
Por la mañana, seguía sin poder respirar fácilmente. Al prepararme para salir, tuve el sentimiento horrible de que la pasaría muy mal ese día. Pero de pronto me di cuenta del camino por el que estaban yendo mis pensamientos, y que había permitido que las palabras de nuestra guía de viaje me afectaran de esa manera. Así que, estando de pie frente al espejo del baño, me miré a mí misma y dije con firmeza: “¡No!” No, yo no podía tener un día desagradable.
Fue entonces que recordé un versículo de un himno del Himnario de la Ciencia Cristiana: “Morada divinal, en ti no hay pesar. ¡Ven, corazón, ven a tu Dios, descanso ideal!” (Felicia D. Hemans, Himnario de la Ciencia Cristiana,Nº 44, Adaptación, © CSBD.). Me di cuenta de que los cambios que se producen en nuestra experiencia humana no pueden dejar rastros que nos embarguen de tristeza, tal como un problema respiratorio, puesto que Dios es del todo armonioso, el “Amor divino, universal, eterno, que no cambia, y que no causa el mal, la enfermedad ni la muerte” (Mary Baker Eddy, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 140). En nuestra morada divina, donde estamos siempre, no hay tristeza ni dolor, solo alegría. Era imposible que algo tan bueno como ese maravilloso viaje pudiera hacerme sufrir.
No, yo no podía tener problemas para respirar. Todo mi ser fue creado por Dios y, por lo tanto, solo podía expresar la perfección divina.
Decidí que no permitiría que esas ideas erróneas de enfermedad me afectaran de ninguna forma. ¿Acaso Dios bendice a algunas personas con salud y a otras no? ¡Por supuesto que no! Dios es el Amor infinito y ama a Su creación de igual manera.
En el momento en que dejé de lado el temor y reconocí la perfección de mi ser, a semejanza espiritual de Dios, la curación se produjo instantáneamente. Mi respiración volvió a la normalidad, y no experimenté síntomas similares, durante o después del viaje. La curación fue permanente. Estoy muy agradecida por esta prueba del amor y el cuidado de Dios, con los cuales siempre podemos contar, dondequiera que estemos.
