Recuerdo muy claramente lo que pensaba mi madre respecto al Muro de Berlín: “Todo lo que se construye con opiniones erradas y mentiras, solo puede derrumbarse corrigiendo tenazmente esos puntos de vista falsos, aunque tome décadas hacerlo”. Al tener que cruzar muchas veces la frontera para entrar al sector oriental de Berlín, tuve que enfrentar la necesidad, y al mismo tiempo, la oportunidad de corregir puntos de vista falsos, en ambos lados de la frontera.
En una ocasión, fui en automóvil con un buen amigo a Berlín Oriental, donde él daría una charla sobre la Ciencia Cristiana a muchos oyentes. Debido a las circunstancias, era necesario hacerlo en una casa particular. En la frontera, los guardias encontraron un Herold der Christlichen Wissenschaft (El Heraldo en alemán) en su auto, y nos hicieron esperar un rato largo. Me vinieron diferentes pensamientos, y estoy segura de que a él también: ¿Qué pasa si descubren lo que vamos a hacer? ¿Qué ocurrirá si descubren que mi amigo está oficialmente listado como practicista y maestro de la Ciencia Cristiana en El Heraldo en alemán?
Nunca más crucé esa frontera alemana sin estar consciente de que el Amor divino estaba presente en todas partes.
Oré para tener un pensamiento que corrigiera esas suposiciones y me liberara de los temores que sentía. Y me vino a través de un pajarito que saltaba de un lado a otro frente a nuestro auto, y que finalmente levantó vuelo y pasó por encima de las estructuras de la frontera. Me regocijé al pensar: “Sí, ¿qué sabe Dios de todo esto?” Él no conoce nada que pueda separar, no sabe nada de la hostilidad. Dios solo conoce Su propia totalidad y la unidad de Sí Mismo con Su creación. Y si yo podía elevar mi pensamiento espiritualmente a las verdades de la Mente divina única —como ese pajarito que voló más alto— las falsas impresiones de odio y hostilidad y sus negativos efectos, desaparecerían porque son irreales y no forman parte de la creación de Dios. Mis preocupaciones desaparecieron. Yo seguía regocijándome en esos liberadores pensamientos, cuando recibimos nuevamente nuestros pasaportes, y pudimos continuar nuestro camino sin más demora.
En otra oportunidad, mi madre y yo íbamos con una buena amiga a visitar a un grupo de Científicos Cristianos en Berlín Oriental. Después de pasar el control de frontera, nuestra amiga notó que le faltaba su tarjeta de identificación. En un país extranjero, como era la República Democrática de Alemania en aquella época debido a la división de Alemania, eso podía causar serios problemas, uno incluso podía terminar en prisión. Mientras ella regresaba sola al control de frontera, la acompañamos en oración. La omnipresencia del Amor divino era muy palpable, yo sabía que estaba en operación en ese mismo momento, bendiciéndonos a todos.
Algo más fue muy claro para mí: Nuestra verdadera identidad no está fundada en un documento, sino en nuestra relación con Dios porque somos Sus hijos. No estamos definidos por nombre, dirección, fecha de nacimiento, altura, color de ojos, sino más bien, por el pronunciamiento de Dios: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3:17). Por ser el hijo o idea de Dios, cada uno de nosotros es único e irremplazable. Y todos somos ciudadanos en el reino de Dios, donde nada puede faltarnos.
Sobre esta base era natural que encontraran el papel, tan importante para regresar a casa. Nunca más crucé esa frontera alemana sin estar consciente de que el Amor divino estaba presente en todas partes, en cada lugar, a cada hora y para cada persona.
¡Mi madre tenía razón! El baluarte aparentemente invencible del Muro de Berlín fue construido de innumerables malos entendidos, ansiedades, odio, hostilidad y temor. Y cada oración que corrigió esos malos entendidos con la comprensión de Dios y Su creación, desempeñó su función al causar finalmente su derrumbe.
