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Nuestro hogar en Dios

Del número de junio de 2014 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana

Original en portugués


Hace tres años, mi marido y yo decidimos vender el apartamento donde habíamos estado viviendo durante 13 años. Habíamos reservado dinero para responder a otros compromisos, y otra parte para comprar una nueva propiedad. Pensamos que sería una buena oportunidad para mudarnos de un apartamento a una casa.

La ciudad en la que vivo, São Paulo, es muy grande, y muchas personas pasan a diario muchas horas en el tráfico, principalmente viajando de la casa al trabajo. Yo tengo mi propio negocio, así que para mí era muy importante continuar viviendo en el mismo barrio, para seguir teniendo fácil y rápido acceso a mi empresa, ubicada en las cercanías. Sin embargo, mi marido y yo muy pronto nos dimos cuenta de que el monto del que disponíamos solo sería suficiente para comprar una casa en un barrio muy alejado, o en otra ciudad en las afueras de São Paulo.

El contrato de compra-venta de nuestro apartamento establecía que teníamos tres meses para mudarnos de allí a partir de la fecha en que concretamos la venta. No obstante, después de buscar durante dos meses, no habíamos encontrado un nuevo hogar. Presionados por el tiempo y la cuestión financiera, ya habíamos desistido de la idea de comprar una casa. Encontramos otro apartamento, que era más pequeño y ofrecía menos que el que teníamos. A la mañana siguiente, firmaríamos el contrato de compra de ese nuevo apartamento, pero, en el fondo, yo no sentía que ese debía ser nuestro nuevo hogar.

Yo había estado orando por esta situación, pero en aquel momento realmente me volví a Dios de todo corazón, y este pasaje bíblico me vino al pensamiento: “En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros” (Juan 14:2). Al reflexionar sobre este versículo, entendí que un hogar no es una estructura material, con ciertas características ideales y localizada en una ciudad, barrio o calle que yo considerara adecuada, sino una idea espiritual compuesta de cualidades divinas como paz, seguridad, belleza, confort. Estas cualidades están en todas partes porque pertenecen a Dios, que es Espíritu, que es infinito y llena todo el espacio. Jamás podemos estar privados de ellas.

Me esforcé sinceramente por dejar de lado mi voluntad y percibir que Dios está constantemente guiándonos y respondiendo a todas nuestras necesidades, como nos asegura este Salmo: “El Señor es mi pastor; nada me faltará. …Y en la casa del Señor moraré para siempre” (véase Salmo 23:1, 6). Me apoyé en la certeza de que estaría siempre en casa, ya fuera en el apartamento que estábamos por comprar, o en una propiedad ubicada en otro barrio, pues entendí que, en verdad, todos vivimos en Dios. Él es nuestra morada, y esa morada solo incluye lo que es bueno, como paz, amor y felicidad. Cuando comprendemos que vivimos en Dios, la vivienda, o cualquier otra necesidad que tengamos, se manifiesta naturalmente.

Cuando recurrimos a Dios en oración, vemos que Su obra se revela completa y armoniosamente, y de una manera que bendice a todos. Eso fue lo que comprobé en mi experiencia. Aquel mismo día, iba manejando por una calle por la cual no acostumbraba pasar, cuando de pronto vi un cartel promoviendo una inmobiliaria de la que nunca antes había oído hablar. Sentí la inspiración de detener el auto y anotar el teléfono de esa inmobiliaria.

Entendí que, en verdad, todos vivimos en Dios.

Regresé a mi oficina a eso de las 5 de la tarde, y llamé a ese número. Conversé con un agente de bienes raíces, y me alegré mucho cuando me dijo que tenía una casa como la que estaba buscando, en el lugar que yo quería y dentro del precio que podía pagar. Le pedí que me permitiera ver la casa esa misma tarde y estuvo de acuerdo. Entusiasmada, llamé a mi marido, quien, por el contrario, no se mostró muy optimista. Ambos estábamos cansados de ver propiedades, pero yo insistí, asegurándole que veríamos solo esa casa, y que si no era lo que queríamos, a la mañana siguiente firmaríamos el contrato del otro apartamento como habíamos acordado.

Cuando entramos en la casa, mi marido y yo tuvimos la apacible certeza de que aquel sería nuestro nuevo hogar. Estaba situada en una calle muy tranquila y yo podría ir a pie al trabajo.

Aquella misma noche, la dueña de la casa aceptó la oferta que le hicimos. También cancelamos inmediatamente la compra del apartamento, lo que terminó siendo una bendición para el dueño, pues otra persona se había interesado en comprarlo y le había ofrecido una cantidad más alta de lo que nosotros podíamos pagar.

Nuestro nuevo hogar nos ha bendecido en todos los sentidos, sin embargo, para mí, lo más importante de esa experiencia fue que me obligó a cambiar mi concepto de hogar y comprender que podemos sentirnos siempre protegidos y llenos de alegría, y saber que, puesto que en Dios “vivimos, y nos movemos, y tenemos nuestro ser” (véase Hechos 17:28, según la versión Moderna), estamos siempre en el lugar correcto.

Chris Motta, São Paulo

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