Un fin de semana de hace un par de años, mientras estaba viviendo en Francia, tuve una curación instantánea. Un domingo de mañana me desperté muy temprano para jugar con el equipo de fútbol del que había sido parte durante varios meses. Aunque me llevaba bien con las chicas con las que jugaba, sólo podíamos sonreír y saludarnos, pues no hablábamos el mismo idioma.
Hasta ese día yo sólo había entrenado con el equipo. Pero las jugadoras me preguntaron si me gustaría participar en el último partido, y yo acepté encantada. El primer tiempo fue muy intenso y me sentí bien jugando como atacante. En el entretiempo estaba sentada con mis compañeras en el vestuario, cuando de pronto comencé a sentirme mal. Me dolían el estómago y la garganta, y sentía que iba a vomitar.
Estaba rodeada de personas con las que no podía comunicarme con palabras. No podía llamar a un amigo ni a un integrante de la familia para que me ayudara, ni tenía a mano la Biblia o Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras por Mary Baker Eddy, el libro de texto de la Ciencia Cristiana, a los que acudir. Además, temía que si mis compañeras pensaban que estaba enferma, no podría orar por mí misma en medio de tantos extraños. Me sentía sola y en problemas y no sabía qué hacer.
Entonces cerré los ojos y le pedí a Dios que me indicara qué debía pensar. Mi pensamiento se tornó de inmediato al tema de la Lección Bíblica de esa semana en el Cuaderno Trimestral de la Ciencia Cristiana: “Dios, preservador del hombre”. Realmente dejé que esas palabras impregnaran mi pensamiento. Pensé en ellas suave y serenamente, recordando que Dios preservaba al hombre, y nada más podía hacerlo. El agua no me preservaba; el alimento no me preservaba; los músculos no me preservaban. Mary Baker Eddy, la Descubridora de la Ciencia Cristiana, escribe: “Dios, el Espíritu, es verdaderamente el preservador del hombre” (La Ciencia Cristiana en contraste con el panteísmo, pág. 4).
Yo conocía la historia de José en la Biblia, que estaba en la Lección de aquella semana. Pensé en cómo José debió sentirse cuando sus medios hermanos lo arrojaron a una cisterna, conspiraron para matarlo y luego lo vendieron como esclavo. Deben haber pensado que al no tener comida, dinero, ni vestimenta, José estaría completamente desamparado. Pero a pesar de ser despojado de su túnica de colores y de carecer de agua y alimentos, “El Señor estaba con José” (Génesis 39:2). José debió haber captado una vislumbre de esto. Fue salvado de la muerte y llevado a Egipto, donde más tarde hizo cosas maravillosas, entre ellas salvar a sus hermanos y a muchas otras personas durante un período de gran hambre.
La historia de José me conmovió profundamente. Me di cuenta de que aun estando en un vestuario en otro país, rodeada de quienes pensaban y actuaban en forma diferente a mí, yo no estaba sola ni desamparada, sino que tenía a Dios, mi Padre, preservando mi vida. Al igual que José, todo lo que necesitaba era una clara percepción de la Verdad: saber que ni el agua ni el alimento, ni los músculos me sustentaban. Dios lo hace.
El malestar desapareció de inmediato, en menos de un instante. Sentí una sensación de liviandad, y mi cuerpo recuperó su funcionamiento normal. Experimenté conscientemente la presencia y el poder de Dios allí mismo donde yo estaba. Le dije a una compañera de equipo que me sentía genial, y salté con ella a la cancha. El segundo tiempo del partido se desarrolló bien, y no sentí ningún malestar. ¡Me había sanado por completo!
Me encanta la siguiente línea de la Sra. Eddy en Ciencia y Salud: “Toma consciencia por un solo momento de que la Vida y la inteligencia son puramente espirituales —ni están en la materia ni son de ella— y el cuerpo entonces no proferirá ninguna queja” (pág. 14).
¡Qué hermosa promesa! Un solo momento de percepción espiritual acerca del poder preservador de Dios sin dudas tiene un efecto sanador.
Kelly Byquist, Boston, Massachusetts
Publicado originalmente en el Christian Science Sentinel de 12 de diciembre de 2016.
