Cuando era joven, y estudiante de octavo grado del bachillerato, empecé a tomar un autobús hasta la YMCA (Asociación Cristiana de Jóvenes) para tomar clases de natación los sábados. Una mañana, cuando caminaba desde la parada del autobús hasta una de las entradas del edificio, noté que un hombre me observaba. Me siguió. Pensé que era mejor no correr con temor, y empecé a orar como estaba aprendiendo en la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana. Oré para saber que Dios estaba siempre presente y protegía a todos Sus hijos.
El hombre se acercó más y me siguió hasta las escaleras mismas que llevaban a la puerta para los miembros de la YMCA. Cuando me volví para mirarlo, me sujetó de forma inapropiada.
Con confianza y valor grité: “¡No me toque!”. Él saltó hacia atrás, y yo subí corriendo las escaleras para entrar en el área de la piscina. El que un chico tan joven hablara con esa confianza y poder a un hombre adulto, debe haber sido una verdadera sorpresa para él. Esa fue la última vez que vi al hombre.
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