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Vete a ti mismo como realmente eres

Del número de octubre de 2018 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana

Apareció primero el 20 de agosto de 2018 como original para la Web.


En la iglesia de Cristo, Científico, a la que asisto, y en todas las otras filiales alrededor del mundo, cada semana se lee a la congregación un pasaje de la Biblia en particular, justo antes de la bendición con que concluye el servicio religioso dominical. Se encuentra en la Primera epístola de Juan: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él. Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es. Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro” (3:1-3).

¡Es la forma perfecta de despedirnos! Nos recuerda que somos hijos de Dios, que Él nos ama profundamente a cada uno de nosotros, y que, sea lo que sea que estemos enfrentando, al tomar consciencia de la verdadera naturaleza de Dios, nos veremos “semejantes a él”, reflejando a Dios y expresando las cualidades a semejanza del Cristo.

Durante años, casi siempre escuchaba este pasaje de forma muy mecánica. Era ya casi la hora de salir de la iglesia, así que pensaba en otra cosa: “¿Qué voy a comer para el almuerzo?”, “Tengo que asegurarme de que los chicos hagan su tarea”, o “¡Tengo que hablar con fulano después de la iglesia!”.

Fue entonces que una amiga me señaló el significado de la palabra mirad. Quiere decir “fija la vista” o “presta atención”. Ella continuó diciendo que esta palabra mirad precede algunos de los pasajes más importantes de la Biblia, ya que de este modo los escritores nos hacían saber que teníamos que “prestar atención”. Desde entonces, he buscado este pasaje en muchas traducciones modernas de la Biblia, y realmente, con frecuencia comienza con mirad, he aquí o considerad. En otras palabras, no pases por alto estas importantes palabras acerca de cada uno de nosotros como el hijo de Dios.

A partir de ese momento, noté que este pasaje se volvió importante para mí. Empezó a tener cada vez más significado, y me tomé el tiempo para estudiarlo un poco más detenidamente.
Mediante este estudio, llegué a conocerme mejor a mí misma y a los demás como Dios nos ve. Esta Escritura establece muy directa y firmemente que cada uno de nosotros es el hijo amado de Dios, y que somos y siempre seremos divinos. Esta es una herencia sumamente importante. Percibí cómo esta comprensión me capacitaba para desechar los preocupantes rasgos de carácter o condiciones que parecían provenir de mis padres u otros miembros de la familia. Estaba totalmente libre para ser la hija que Dios, mi Padre divino y eterno, creó a Su imagen y semejanza.

Y como nos recuerda el pasaje, aun cuando no siempre sepamos con claridad qué “seremos” cuando tomemos consciencia de lo que realmente siempre somos, podemos reflexionar sobre el ejemplo del Cristo para comprender más claramente nuestra verdadera naturaleza. Mary Baker Eddy, teóloga y pensadora espiritual que descubrió la Ciencia del Cristo, define al Cristo como “la divina manifestación de Dios, que viene a la carne para destruir el error encarnado” (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 583). El Cristo nos muestra lo que somos como hijos de Dios. Al ser Su imagen y semejanza, no tenemos defectos ni cargamos con una herencia mortal, sino que cada uno de nosotros es la manifestación, o reflejo, del Divino. Esto no quiere decir que seamos idénticos —cada uno refleja la divinidad de Dios de formas únicas y hermosas— sino que todos somos igualmente una evidencia de la magnitud, majestad y perfección de la creación de Dios.

A medida que he ido comprendiendo cada vez con mayor claridad el sentido espiritual de este pasaje, me he encontrado a menudo recurriendo al mismo en busca de inspiración o ayuda cuando oro. Siempre que me siento confundida acerca de qué camino debo tomar en la vida, preocupada por el futuro o enferma físicamente, he recurrido a Primera de Juan 3:1–3 para recordarme a mí misma simplemente quién soy. Para mí, todo este pasaje es una oración, una forma de reconectarse con Dios y comprender mucho mejor cómo Él me ve cada día.

También me ha resultado útil al orar por mis hijos, para ver su bondad, su perfección, su semejanza con Dios. Como madre o padre, es tentador notar defectos en el carácter de nuestros hijos —reitero, tal vez rasgos que nos recuerdan ciertos problemas de un miembro de la familia— o escuchar lo que otros ven o notan en ellos. Pero nunca queremos limitar su espléndida herencia al suponer que está agobiada por lo que hemos hecho o por lo que somos tentados a pensar que podemos ver en ellos.

He recurrido a Primera de Juan 3:1–3 para recordarme a mí misma simplemente quién soy.

Más bien, podemos saber que Dios es el Padre de todos, y que, con Su sabiduría y amor infinitos, Él cuida de Sus hijos de todas las formas posibles. El Padre-Madre Dios expresa en todos, incluso en cada uno de nuestros hijos, una infinita variedad de cualidades divinas. Dios los hizo y los ve saludables, buenos y completos. Este fundamento de salud e integridad y estas posibilidades infinitas son lo que nosotros queremos ver para nuestros hijos. Al reconocer de esta manera su verdadera naturaleza espiritual, nos volvemos mejores defensores de su perfección, bondad y salud, y estamos mejor capacitados para ayudarlos y sanarlos en momentos difíciles.

Cuando mi hijo era pequeño, formábamos parte de un grupo realmente lindo de madres y otros niños de la misma edad que se reunían en un parque a jugar. Las mamás se sentaban juntas y socializaban; intercambiaban recomendaciones para criar a los chicos, mientras vigilaban lo que estaban haciendo, y ellos corrían alrededor del lugar. Un viernes, cuando nos reunimos, uno de los niños tenía un ojo irritado e inflamado, algo que una de las madres muy pronto describió como conjuntivitis aguda. Ella nos explicó que esa condición era muy contagiosa.
Te aseguro que jamás viste un grupo de gente desaparecer tan rápidamente como cuando esas mamás se fueron corriendo preocupadas por sus hijos. De camino a casa, noté que el ojo de mi hijo estaba muy rojo y que se lo frotaba mucho. Cuando lo acosté, me di cuenta de que el ojo no estaba bien. Realmente me sentí preocupada por mi hijo y también porque unos amigos vendrían a quedarse con nosotros al día siguiente, y no quería que nadie tuviera miedo del contagio.

Más tarde, en medio de la noche, mi hijo se despertó llorando y fui a verlo. Ahora tenía los dos ojos inflamados. Se los limpié con un paño tibio y lo consolé, cantando algunos himnos conocidos para hacer que se volviera a dormir.

Después que se durmió, tomé mi Biblia, y busqué el conocido y reconfortante pasaje del que he estado hablando: Primera de Juan 3:1–3. Cada palabra se destacó para mí, como si me exigiera que la viera y la comprendiera claramente. Sabía que este pasaje describía a mi hijo como realmente era: el hijo amado de Dios, con una herencia buena y perfecta. Sin embargo, cuando terminé de leer y dejé mi Biblia, el temor empezó a tratar de entrar furtivamente en mi pensamiento otra vez. ¿Qué pasa si sus ojos siguen rojos cuando se despierte? ¿Cómo voy a manejar esto y ayudarlo? ¿Qué voy a hacer respecto a mis amigos?

Entonces pensé que si yo realmente supiera que ese pasaje era la verdad acerca de mi hijo, no sentiría miedo de lo que vería en la mañana. Esperaría verlo hecho a imagen de Dios. Y reconocí que, si tenía esa esperanza y comprensión, mi hijo me parecería puro y bueno, tal como Dios lo hizo y lo conoce. De modo que tomé la determinación de que me quedaría sentada allí estudiando esta definición de mi hijo hasta que no tuviera ninguna duda acerca de lo que vería en la mañana.

No estoy segura de cuánto tiempo me quedé despierta, pero cuando apagué la luz y me fui a acostar, estaba completamente en paz y esperando el siguiente día.

Por la mañana, me desperté y empecé a preparar el desayuno para los chicos. Cuando fui a darle los buenos días a mi hijo, me recordé a mí misma que vería a un niño que era la semejanza de Dios. Y eso fue lo que vi. Los ojos ya no estaban rojos ni tenían la más mínima inflamación; estaban claros y completamente normales. No me sorprendí e insistí en reconocer calladamente que era perfectamente natural que él estuviera bien y normal, ¡esa mañana y todas las mañanas! La visita de nuestros amigos fue estupenda también.

Cualquiera sea la condición que veamos en nosotros mismos o cómo otros puedan vernos o diagnosticarnos a nosotros o a alguien que amamos, siempre podemos recurrir a este pasaje de Primera de Juan 3 para renovar nuestro concepto de lo que somos como hijos de Dios. Primera de Juan es uno de los últimos libros de la Biblia, y me gusta pensar en él como la última palabra sobre la naturaleza del hombre. De hecho, esta última palabra corresponde perfectamente con la “primera palabra” acerca del hombre como se encuentra en el primer capítulo de la Biblia, en Génesis 1: “Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó” (versículo 27).

A lo largo de toda la Biblia, leemos un relato tras otro acerca de cómo las personas superaron un punto de vista incorrecto de ellas mismas que decía que estaban enfermas, moribundas o eran pecadoras, cuando se les mostró la forma correcta de verse a sí mismas como la hija o el hijo amado y bueno de Dios, a quien Él cuida y vigila. A medida que continuamos aprendiendo a ver al hombre espiritual y correctamente de esta forma, no necesitamos recurrir a ninguna otra fuente más que a Dios, para encontrar nuestra naturaleza y condición verdaderas.


El hombre es la idea, la imagen,
del Amor; no es el físico.

Mary Baker Eddy, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 475

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