En la iglesia de Cristo, Científico, a la que asisto, y en todas las otras filiales alrededor del mundo, cada semana se lee a la congregación un pasaje de la Biblia en particular, justo antes de la bendición con que concluye el servicio religioso dominical. Se encuentra en la Primera epístola de Juan: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él. Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es. Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro” (3:1-3).
¡Es la forma perfecta de despedirnos! Nos recuerda que somos hijos de Dios, que Él nos ama profundamente a cada uno de nosotros, y que, sea lo que sea que estemos enfrentando, al tomar consciencia de la verdadera naturaleza de Dios, nos veremos “semejantes a él”, reflejando a Dios y expresando las cualidades a semejanza del Cristo.
Durante años, casi siempre escuchaba este pasaje de forma muy mecánica. Era ya casi la hora de salir de la iglesia, así que pensaba en otra cosa: “¿Qué voy a comer para el almuerzo?”, “Tengo que asegurarme de que los chicos hagan su tarea”, o “¡Tengo que hablar con fulano después de la iglesia!”.
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