Regocíjate… Por pura curiosidad, hace poco investigué las raíces de esta palabra y encontré más de lo que esperaba. El origen son dos palabras francesas arcaicas: re (expresar con mucha fuerza) y joir (sentir alegría). Combinadas, significan causar alegría, o causar buen humor, felicidad. De acuerdo con esto, cuando nos regocijamos, estamos haciendo que se vea y se comparta la alegría. ¡Eso es muy lindo! Entonces, ¿no tenemos una razón aún más grande para regocijarnos siempre?
Hace un tiempo, seguí el consejo de una amiga respecto a cómo comenzar mi día. Como ella, cuando me despierto no reviso mi cuerpo para ver cómo o qué siente la materia, en cambio, declaro quién y qué soy yo; afirmo que fui creada a imagen y semejanza de Dios, reconozco (y me regocijo) agradecida porque no podemos estar separados ni por un instante de Dios, el Amor divino, sabiendo que Dios gobierna toda vida. Opté por permitir que este sentimiento de gratitud por la presencia de Dios determinara mi estado de pensamiento al comienzo de cada día. Y he aprendido que esta perspectiva demuestra ser sanadora.
El regocijarnos por el tierno cuidado que Dios nos brinda, invierte la tendencia que tienen los recuerdos infelices o el temor por el futuro a tirarnos abajo, y ayuda a sanar problemas físicos. Nos abre los ojos para que veamos que la bondad de Dios está presente ahora, brindándonos incluso aún más razones para regocijarnos. El efecto dominó de obedecer el sabio mandato bíblico de regocijarse, no tiene fin.
Hasta un lector ocasional de la Biblia puede notar las numerosas referencias a regocijarse. Estos pasajes también pueden leerse como mandatos: “Os alegraréis, vosotros y vuestras familias, en toda obra de vuestras manos en la cual el Señor tu Dios te hubiere bendecido” (Deuteronomio 12:7, versión King James), o “No temas, oh tierra. Alégrate ahora y regocíjate porque el Señor ha hecho grandes cosas” (Joel 2:21, Nueva Traducción Viviente).
Regocijarse y expresar gratitud van de la mano. Jesús dijo: “Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos” (Mateo 5:12). Pablo nos instruyó: “Estad siempre gozosos. Orad sin cesar. Dad gracias en todo, porque esta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús” (1 Tesalonicenses 5:16-18). Así mismo, Moisés, David, Salomón, Isaías, Jeremías, Pedro y Juan, todos ellos nos instaron a regocijarnos. En Filipenses, Pablo escribe: “Regocijaos en el Señor siempre. Otra vez digo: ¡Regocijaos!” (4:4). Si bien para algunos esto puede parecer meramente una repetición poética, regocijarse tiene ventajas prácticas.
Tengo un recuerdo muy vívido que ilustra el poder, el efecto dominó, de la gratitud pura y alegre. Unos buenos amigos míos adoptaron un niño pequeño en un orfanato del exterior. Sus nuevos padres, estudiantes de la Ciencia Cristiana, lo trajeron a su amoroso y feliz hogar, y le brindaron una vida familiar plena y un cuidado tierno y cariñoso.
No muchos meses después, la familia vino a visitar a nuestra familia. Llevamos a este pequeño y a sus nuevas hermanas a jugar al parque de nuestro barrio. En medio de los otros niños felices que corrían y compartían el momento, él era un símbolo del entusiasmo rebosante de alegría.
Cuando reuníamos nuestras cosas para regresar a casa, él corrió hacia mí, extendió sus brazos y me abrazó con todas sus fuerzas. Entonces me miró a la cara y con toda la sinceridad de su corazón, dijo: “¡Gracias por… el parque!”. Detrás de las palabras del niño había un océano de aprecio y alegría por su nueva vida.
Cuando alabamos a Dios y damos gracias, esto se transforma en una oración específica que reconoce que Dios es omnipresente y absolutamente bueno. Tiende a magnificar Su presencia en nuestro pensamiento y después en nuestras vidas. Comprender que Dios es la fuente y la ley de todo, es lo que trae curación y bendice nuestras vidas.
Los estudiantes de la Biblia no están solos al reconocer los elementos concomitantes de la gratitud. Revisar los estudios modernos sobre los beneficios mentales y físicos de la gratitud puede ofrecer una vislumbre de los descubrimientos seculares, no obstante, las opiniones médicas y humanas pueden cambiar, mientras que la Verdad divina no cambia.
No obstante, lleno de gratitud, Jesús siempre se volvía a Dios.
La gratitud es una cosa, regocijarse es otra. La Ciencia Cristiana explica por qué la alegría, la salud y el bien están relacionados. Reconocer con alegría que somos la imagen y semejanza misma de Dios, del creador, abre nuestros ojos para que veamos mayores evidencias de la presencia de Dios en nuestras vidas.
Una amiga mía, madre de cuatro hijos, en una ocasión me dijo que, como parte de su práctica de la Ciencia Cristiana, cuando prepara su lista semanal del mercado, ella afirma con alegría su gratitud por el momento oportuno, la dirección y provisión de la Mente divina. Como resultado, sin haberlo planeado o consultado los anuncios, ella en general encuentra que todos o casi todos los productos de su lista están de barata y responden a las necesidades de su familia.
Regocijarse —la alegría verdadera que proviene al comprender espiritualmente el amor que sentimos por Dios como nuestro verdadero proveedor y gobernador— nos bendice al eliminar el temor, acabar con las quejas y disolver el resentimiento, e intercambiar el desaliento por la inspiración.
En ocasiones, el maestro cristiano, Cristo Jesús, tuvo muchas razones para sentirse defraudado y malhumorado. Además de la censura de los fariseos, a menudo sus colaboradores más cercanos lo criticaban: Después que murió su hermano Lázaro, María y Marta de Betania le dijeron a Jesús que, si él hubiera estado allí, su hermano no habría muerto (véase Juan 11:21, 32). Los estudiantes de Jesús, los doce discípulos, cuestionaron su decisión de dormir plácidamente mientras ellos trabajaban duro para dirigir su barca en una tormenta (véase Marcos 4:37, 38). Y cuando Jesús les pidió que “velaran” con él en Getsemaní, ellos en cambio se durmieron (véase Mateo 26:36-45).
No obstante, lleno de gratitud, Jesús siempre se volvía a Dios. Justo antes de resucitar a Lázaro de los muertos, dijo: “Padre, gracias te doy por haberme oído. Yo sabía que siempre me oyes” (Juan 11:41, 42). Las quejas que con frecuencia lo rodeaban pueden haber sido molestas, si no personalmente aflictivas. Sin embargo, ¿qué hizo él al enfrentar la ingratitud? Pacientemente persistió en ver el bien; sanó y enseñó, sabiendo que Dios dirigía su misión. No se desalentó. Y en sus últimos momentos con sus discípulos, Jesús con toda generosidad dijo: “He aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”, y “alzando sus manos, los bendijo” (Mateo 28:20; Lucas 24:50).
La Descubridora y Fundadora de la Ciencia Cristiana, Mary Baker Eddy, tuvo muchos desengaños personales. Enviudó joven, sufrió sola de mala salud crónica, y luego le quitaron a su único y querido hijo para que fuera criado lejos de su hogar. Muchos años después de su descubrimiento de la Ciencia del Cristianismo, ella soportó denigrantes críticas y oposición de parte de algunos estudiantes desagradecidos y envidiosos. ¿Cómo respondió la Sra. Eddy a esos desafíos? En sus propias palabras: “Nunca como hoy me han parecido y os deben parecer a vosotros, tan dulces aquellas palabras de nuestro amado Señor: ‘…he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo’. Que siempre sea así que Cristo nos regocije y nos consuele”. Y a sus estudiantes y miembros de una Iglesia de Cristo, Científico, en Filadelfia: “Me regocijo con vosotros. Bienaventurados sois. En lugar de oscuridad, luz ha resplandecido” (La Primera Iglesia de Cristo, Científico, y Miscelánea, pág. 159, 199).
A veces, puede parecer como si estuviera ausente o nos hubieran quitado la alegría. Pero he aprendido que podemos volver nuestro pensamiento al cielo y encontrar nuestra verdadera fuente del bien. Como escribe Mary Baker Eddy en Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras: “Regocijémonos de que estamos sometidos a las divinas ‘autoridades… que hay’. Tal es la Ciencia verdadera del ser” (pág. 249). Una estrofa de uno de sus poemas, “Alimenta mis ovejas”, a la que se le puso música en el Himnario de la Ciencia Cristiana, aclara muy bien este punto:
Fiel Tu voz escucharé,
para nunca errar;
y con gozo seguiré
por el duro andar.
(Himnario de la Ciencia Cristiana, N° 304)
Apliquemos ese “y con gozo seguiré” a diario.
