Podría parecer perfectamente lógico decir que la salud reside en nuestro cuerpo físico, que es una especie de posesión personal y que tenemos la tendencia a perder o dañar nuestra salud si no somos cuidadosos con esta posesión. Es como ser el propietario de una máquina compleja que no siempre sabemos cómo operar o mantener. Este punto de vista envuelve muchísimo temor y una falsa responsabilidad.
Pero ¿qué pasaría si consideráramos la salud desde una perspectiva metafísica, espiritual? ¿Qué pasaría si viéramos que la salud está permanentemente establecida en la Mente misma que es Dios, quien nos concibió como Sus ideas espirituales?
Recientemente alcancé una vislumbre más clara de estos conceptos mientras observaba un atardecer. El cielo resplandecía de brillantes colores rojos, púrpuras y dorados. Unos momentos después, observé cómo desaparecían todos esos vívidos colores cuando el sol se hundió en el horizonte. Los tonos resplandecientes palidecieron y fueron reemplazados por grises y blancos sombríos. Pensé: “El color nunca estuvo en las nubes o en el cielo. Todos los colores provienen del sol y sus rayos, la fuente de la luz. La gloria de una puesta de sol está en el reflejo”. En ese mismo momento, algunos problemas de salud por los que había estado orando de pronto me parecieron diferentes. Me di cuenta de cuán errado era creer que la salud residía en mi cuerpo o en el de otra persona, o que un órgano del cuerpo podía estar a cargo de nuestra salud y bienestar. La salud no es una posesión personal, sino un reflejo puro, que emana de su fuente, la Mente divina, Dios.
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