Podría parecer perfectamente lógico decir que la salud reside en nuestro cuerpo físico, que es una especie de posesión personal y que tenemos la tendencia a perder o dañar nuestra salud si no somos cuidadosos con esta posesión. Es como ser el propietario de una máquina compleja que no siempre sabemos cómo operar o mantener. Este punto de vista envuelve muchísimo temor y una falsa responsabilidad.
Pero ¿qué pasaría si consideráramos la salud desde una perspectiva metafísica, espiritual? ¿Qué pasaría si viéramos que la salud está permanentemente establecida en la Mente misma que es Dios, quien nos concibió como Sus ideas espirituales?
Recientemente alcancé una vislumbre más clara de estos conceptos mientras observaba un atardecer. El cielo resplandecía de brillantes colores rojos, púrpuras y dorados. Unos momentos después, observé cómo desaparecían todos esos vívidos colores cuando el sol se hundió en el horizonte. Los tonos resplandecientes palidecieron y fueron reemplazados por grises y blancos sombríos. Pensé: “El color nunca estuvo en las nubes o en el cielo. Todos los colores provienen del sol y sus rayos, la fuente de la luz. La gloria de una puesta de sol está en el reflejo”. En ese mismo momento, algunos problemas de salud por los que había estado orando de pronto me parecieron diferentes. Me di cuenta de cuán errado era creer que la salud residía en mi cuerpo o en el de otra persona, o que un órgano del cuerpo podía estar a cargo de nuestra salud y bienestar. La salud no es una posesión personal, sino un reflejo puro, que emana de su fuente, la Mente divina, Dios.
“La salud no es una condición de la materia, sino de la Mente; ni pueden los sentidos materiales dar testimonio confiable sobre el tema de la salud”, escribe Mary Baker Eddy en su obra fundamental sobre la curación espiritual, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras (pág. 120). De su estudio de las Escrituras y su vibrante práctica de curación, ella probó que la Mente infinita única, el Espíritu divino, mantiene el concepto perfecto de cada una de sus ideas. Esto significa que la salud reside únicamente en nuestro Hacedor, Dios, y es reflejado por nosotros y por toda la creación.
La Sra. Eddy también escribe: “Este es un punto primordial en la Ciencia del Alma: que el Principio no está en su idea” (pág. 467). Esto se encuentra en Ciencia y Salud, en el capítulo “Recapitulación”, el cual era antes el libro de clase que ella usaba para enseñar Ciencia Cristiana.
Durante miles de años, la enseñanza tradicional de muchas teologías y filosofías ha sido que el cuerpo físico alberga un alma personal. Con lógica similar, científicos y médicos han considerado principalmente, si no exclusivamente, que el cuerpo es el que contiene la salud. Como señala Ciencia y Salud: “Examinan los pulmones, la lengua y el pulso para cerciorarse de cuánta armonía, o salud, la materia está permitiendo a la materia, cuánto dolor o placer, acción o estancamiento una forma de materia está concediendo a otra forma de materia” (pág. 159). Como resultado de este enfoque, la salud permanente ha demostrado ser escurridiza. No es de sorprender que Cristo Jesús basara su práctica de curación en un enfoque puramente espiritual. Él apartaba la mirada del cuerpo físico y la volvía hacia el Espíritu, Dios, como la única fuente confiable de la salud y el bienestar.
Pensemos por un momento en el extenso registro de la práctica sanadora de Jesús que se encuentra en el Nuevo Testamento. Entre los miles que él sanó hubo casos de ceguera, sordera, parálisis, lepra, epilepsia, fiebre, enfermedades crónicas y agudas de todo tipo. Su obra de curación fue rápida y completa. De hecho, era tan inmediata, que solo podía haberse logrado sobre una base mental. Su identidad espiritual, el Cristo, le daba una perspectiva acerca de los demás que era puramente espiritual, hermosa, inmune a la enfermedad. Jesús enseñó: “Tú debes ser perfecto, así como tu Padre en el cielo es perfecto” (Mateo 5:48, Nueva Traducción Viviente). En otras palabras, contempla, o reconoce, que tú eres completo, porque tu compleción es el reflejo de la compleción de Dios.
Jesús sabía que la capacidad para ver estaba basada en la Mente, no en la materia, y por eso el ciego vio. Él sabía que la fortaleza estaba en el Espíritu, no en los músculos o en los huesos, así que el cojo saltó y caminó. Jesús sabía que la vida era eterna, por siempre a salvo en Dios, y por ende incluso aquellos que habían muerto fueron resucitados. Sus enseñanzas y práctica indicaban un punto de vista respecto a la salud radicalmente nuevo —un punto de vista espiritualmente iluminado—que tenía su fuente en el Espíritu, Dios, únicamente, no en el cuerpo físico.
Al comienzo de mi carrera, invertí una tremenda cantidad de tiempo, energía y dinero en el proyecto de una película. Cuando toda la aventura se vino abajo inesperadamente, me di cuenta de que mi salud también se estaba tambaleando. Mi corazón comenzó a latir de forma irregular, y tenía fuertes dolores en el pecho.
Como Científico Cristiano, tenía la inclinación a hacer una pausa y orar por los factores mentales subyacentes. Debido a mi larga experiencia, había llegado a comprender que el cuerpo nunca es un actor independiente, sino una manifestación del pensamiento. En este caso, sabía que no estaba lidiando con un problema al corazón, sino con un problema de desaliento. La palabra desalentado significa literalmente “descorazonado, perder el ánimo”. El fracaso de mi negocio me había dejado triste y con incertidumbre respecto a mi propósito en la vida, y mi cuerpo estaba expresando esa incertidumbre. Pero yo también sabía que había una forma mejor de ver mi corazón y mi salud, es decir, como realidades espirituales que emanan de Dios.
Una mañana, me encontré con estas palabras de la Sra. Eddy: “El corazón que late principalmente para sí, rara vez se ilumina con amor” (La Primera Iglesia de Cristo, Científico, y Miscelánea, pág. 160). Fue como una nota adhesiva de neón que brillaba en la página. Instantáneamente comprendí algo importante. Mi corazón había estado latiendo por mí, por mis ambiciones, deseos, intereses profesionales. Mis afectos y móviles necesitaban trasladarse de mí hacia Dios. Cuanto más pensaba y oraba por ello, tanto más me daba cuenta de que la verdadera función del corazón es latir para Dios, reflejar el “gran corazón del Amor”, como caracteriza la Sra. Eddy a la naturaleza infinitamente amorosa de Dios (véase Ciencia y Salud, pág. 448).
Inmediatamente después de entender esto, me vino otra idea hecha a medida para mí, y era una que yo realmente no quería escuchar en esa época: “iglesia”. El mensaje, aún más específico, fue: “¡Tienes que estar dispuesto a dedicar tus talentos a la iglesia!” Yo amaba la Ciencia Cristiana, pero la iglesia a veces era toda una lucha para mí porque nunca parecía estar en sintonía con el progreso. Sin embargo, yo no estaba de ninguna manera en posición de discutir. Con humildad, hice el compromiso de entregar mi corazón a Dios y estar dispuesto a servir a la iglesia de cualquier forma en que el Amor dispusiera. Al pensar en eso, considero que ese fue mi renacer; Dios me estaba dando un corazón nuevo, afectos nuevos, un sentido de propósito nuevo.
La verdadera salud, entonces, es la gloria reflejada de Dios, y no puede perderse.
A lo largo de las siguientes semanas, meses y años, descubrí la alegría de olvidarse de uno mismo y reflejar el amor de Dios, y vivir una vida de servicio desinteresado. Muchísimo ego personal desapareció, y empecé a sentirme más ligero y más libre en todo aspecto de mi vida.
Me encontré con esta frase en el Manual de La Iglesia Madre: “Dios requiere todo nuestro corazón…” (Mary Baker Eddy, pág. 44). A medida que fui dando a Dios todo mi corazón, descubrí que mi corazón era realmente completo. Alcancé un sentido más pleno de vida, propósito e incluso creatividad, como nunca antes había sentido, y el problema con mi corazón desapareció. No he tenido más dificultades con eso desde entonces. He llegado a comprender que la verdadera naturaleza del corazón es ser reflejo del gran corazón del Amor.
Ahora me doy cuenta, más que nunca, de que la vida y la salud nunca residen en el cuerpo o en los órganos corporales. ¡Qué propuesta más limitante sería esa! La salud está por siempre basada en el Espíritu, el Amor divino, y cada uno de nosotros es el reflejo impecable de la totalidad de nuestro creador. Como escribe la Sra. Eddy en su autobiografía, Retrospección e Introspección: “El hombre brilla con luz prestada. Refleja a Dios como su Mente, y este reflejo es sustancia —la sustancia del bien. La materia es sustancia en el error, el Espíritu es sustancia en la Verdad” (pág. 57).
La luz divina jamás disminuye, jamás se pone. La salud es el reflejo radiante de un Dios radiante que nos creó a ti, a mí y al universo de Su propia bondad indestructible. Como Jesús lo expresó: “Dejen que sus buenas acciones brillen a la vista de todos, para que todos alaben a su Padre celestial” (Mateo 5:16, NTV). La verdadera salud, entonces, es la gloria reflejada de Dios, y no puede perderse.
