Había estado viajando por trabajo durante diez años e ir al aeropuerto era muy natural para mí. Pero debería haber sido más diligente y revisar mi correo electrónico para verificar mi vuelo. Después de todo, nunca había utilizado esta línea aérea ni conocía sus procedimientos para el check-in o facturación. Así que cuando fui a tomar un taxi y no había ninguno —y en la despreocupada cultura del país en el que me encontraba esto significaba que podría, o no, conseguir un taxi en los siguientes treinta minutos— me sentí un poco asustada. Esto quería decir que no iba a poder cumplir con el tiempo límite estricto de facturación que, como acababa de enterarme, tenía esa línea aérea. Y yo estaba a cargo de una importante reunión horas después aquella tarde en el país de destino.
Parada junto al mostrador, escuchando al supervisor negándose por tercera vez a permitirme tomar el vuelo, me invadió el arrepentimiento. Había sido mi culpa. Debería haber planeado mejor de antemano.
Sin embargo, esa no era una forma útil de pensar.
Ya no tenía nada más en que apoyarme, excepto en lo que había estado orando. Había tratado de hablar con todas las personas posibles. Había explicado la importancia de que yo llegara a destino. Había explorado la posibilidad de viajar en otros vuelos. Pero en esa pequeña isla nación, no los había. No iba a poder tomar un vuelo a corto plazo.
Pensé en el relato de las Escrituras acerca de un hombre ciego que llama a Cristo Jesús desde el costado del camino para ser sanado, en medio de las voces de una multitud (véase Marcos 10:46–52). La Biblia dice que Jesús se detuvo. El poder del Cristo, la consciencia de la presencia eterna de Dios que nos mostró Jesús, responde al caos y al desorden con la quietud. Al estar quietos podemos sentir este poder para nosotros mismos. Jesús ilustró la unidad de Dios y el hombre con estas palabras: “Yo no puedo hacer nada por mí mismo; …no busco mi voluntad, sino la voluntad del Padre que me envió” (Juan 5:30, J. B. Phillips, The New Testament in Modern English).
Esta unidad que tenemos con Dios brinda un fundamento para la gracia. La gracia es una influencia divina que nos da fortaleza, incluso cuando enfrentamos desafíos. Esta influencia divina está “siempre presente en la consciencia humana” (Mary Baker Eddy, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. xi). Está incluida en la verdadera naturaleza que reflejamos de Dios. Su bendición es un favor no ganado e inmerecido. La gracia viene de la imparable continuidad del amor de Dios; incluso si cometemos un error. Cuando sentimos esa gracia, estamos experimentando el efecto de comprender a Dios. Dejamos a un lado nuestro ego y nuestra propia voluntad para permitir que la gracia de Dios —el hecho de sentir el Amor divino— obre en nosotros.
La gracia apunta a una realidad divina: que debido a que la presencia de Dios llena todo el espacio en la consciencia, los puntos de vista restringidos y limitados basados en el materialismo deben ceder. Esto trae esperanza, bondad y amor a nuestra experiencia y nos permite responder a los desafíos sin apasionamiento o terquedad.
En el mundo de hoy, cuando somos impulsados principalmente por el ego, podemos llegar a creer que no necesitamos ninguna influencia divina en nuestra vida para que todo marche armoniosamente. Después de todo, resolver problemas puede ser tan fácil como hablar por el teléfono celular para pedir información o escribir algo en la barra de búsqueda para encontrar la respuesta a un asunto que nos preocupa.
Pero con tanta información fácilmente disponible, ¿no pasamos por alto el efecto de la gracia que vemos en la vida diaria? Y ¿qué ocurre cuando enfrentamos un problema que no puede resolverse fácilmente, o que parece insoluble? ¿Seguimos adelante con una intensidad ciega o encontramos algo con que entretenernos para no tener que pensar mucho en ello, en lugar de recurrir a la presencia divina?
En su obra principal sobre la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, Mary Baker Eddy afirma que orar para crecer en gracia es lo que más necesitamos (véase pág. 4). También está escrito: “La gracia y la Verdad son mucho más potentes que todos los otros medios y métodos” (pág. 67). ¡Más que todo lo demás!
Aquel día en el aeropuerto yo anhelaba conocer esta gracia. Dejé totalmente de tratar de decidir qué hacer y no intenté escapar de la creciente desesperación. En cambio, me esforcé profundamente por conocer más a Dios y sentir la presencia divina allí conmigo.
Simplemente me mantuve quieta y bloqueé mentalmente todo el ruido; y en la callada quietud del pensamiento, escuché una afirmación clara: “El hombre es benevolente”. Esto se refería a la realidad y la individualidad de la verdadera identidad del hombre creado por Dios, que existe totalmente en el Espíritu. Sentí que me embargaba una calma completa, que me arraigaba en la presencia inmanente de Dios; sin proyectar el futuro o condenar el pasado. Dejé de pensar en todo lo que no fuera la única verdad.
Momentos después, cuando levanté la vista, el supervisor estaba al teléfono. Habían decidido permitirme tomar el vuelo. Salió veinte minutos después.
“Cuando un corazón hambriento le pide pan al divino Padre-Madre Dios, no le es dada una piedra — sino más gracia, obediencia y amor” (Mary Baker Eddy, Escritos Misceláneos 1883–1896, pág. 127). Esta clase de hambre profunda admite que somos inseparables de Dios. Deja a un lado el ego personal o fuerza de voluntad y muestra que ningún error está fuera del alcance de la omnipotencia del Amor divino.
La oración cristiana científica no consiste en resolver problemas humanos, esperando que Dios intervenga con una solución. Se trata de armonizarnos con esa realidad divina que está siempre presente. En esta realidad de la consciencia, no importa si estamos en un aeropuerto, en una iglesia o en un barco en medio del océano; podemos descubrir la unidad con Dios que Jesús nos mostró y ver la gracia actuando en la vida.
Estar llenos de gracia trae belleza, calma, paz y tranquilidad a nuestra experiencia. Este es un fuerte contraste con la terquedad del ego que insiste intensamente en controlar la vida o que otros hagan lo que nosotros queremos. Y a ninguno de nosotros le falta gracia. Está incluida en la naturaleza que reflejamos de Dios y se siente en la quietud.
Podemos percibir la vibrante sensación de la presencia divina siempre que nuestro corazón hambriento clama por algo más que la resolución de un problema. El clamor del ruido mental que producen el ritmo y las demandas de la vida moderna, puede que oscurezca esta presencia. Pero el poder del Cristo silencia el caos y calma el pensamiento para que sintamos nuestra unidad con la autoridad divina.
La influencia divina de la gracia habilita a la consciencia humana para trascender los deprimentes puntos de vista de la vida y experimentar la realidad divina. La voluntad de Dios es siempre buena y afianza nuestras vidas en la bondad. Entonces, el resultado de una situación sombría, por medio de la perfecta gracia de Dios, será que somos bendecidos y perdonados.
Larissa Snorek
Redactora Adjunta
