Había estado viajando por trabajo durante diez años e ir al aeropuerto era muy natural para mí. Pero debería haber sido más diligente y revisar mi correo electrónico para verificar mi vuelo. Después de todo, nunca había utilizado esta línea aérea ni conocía sus procedimientos para el check-in o facturación. Así que cuando fui a tomar un taxi y no había ninguno —y en la despreocupada cultura del país en el que me encontraba esto significaba que podría, o no, conseguir un taxi en los siguientes treinta minutos— me sentí un poco asustada. Esto quería decir que no iba a poder cumplir con el tiempo límite estricto de facturación que, como acababa de enterarme, tenía esa línea aérea. Y yo estaba a cargo de una importante reunión horas después aquella tarde en el país de destino.
Parada junto al mostrador, escuchando al supervisor negándose por tercera vez a permitirme tomar el vuelo, me invadió el arrepentimiento. Había sido mi culpa. Debería haber planeado mejor de antemano.
Sin embargo, esa no era una forma útil de pensar.