Estaba por salir de vacaciones con mi esposo y mis dos hijos, y mientras empacaba, yo sabía que había algo que no podía llevar conmigo. Me había estado molestando una infección urinaria y era necesario remediarla. Faltaban apenas unos días para salir. Me senté con calma en el borde de la cama, tranquilicé mi pensamiento y silenciosamente anhelé recibir una respuesta.
Al recurrir humildemente a Dios en consagrada oración, la idea espiritual de que yo no había pecado, y por lo tanto no necesitaba sufrir, me embargó por completo. Sentí que esto me venía de Dios con profundo amor. Conocía la declaración de Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, por Mary Baker Eddy, donde ella escribe: “No podemos en realidad sufrir por quebrantar nada, excepto una ley moral o espiritual” (pág. 381).
De inmediato, sentí “en mi cuerpo” que “estaba [sana] de aquel azote”, de manera similar a lo que le ocurrió a la mujer con el flujo de sangre, quien tocó el manto de Cristo Jesús y fue sanada (véase Marcos 5:25–34). Noté que la sensación en mi abdomen disminuyó de intensidad por unos tres segundos, y luego desapareció. El problema se había ido, por completo, y nunca regresó. Esta curación tuvo lugar hace más de veinte años y ha permanecido completa.
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