Durante siglos, en algunas partes del mundo, conocer y reclamar la ascendencia de una persona era una práctica común al establecer sus derechos legales u otros derechos de sucesión sancionados por la ley. Sin embargo, en años recientes, ha habido un notable esfuerzo de mercadotecnia por promover la búsqueda y descubrimiento del linaje de una persona con el propósito de establecer un sentido de identidad y interrelación social.
Un método popular para identificar las raíces ancestrales es la prueba de ADN. Muchos que tratan de encontrar la respuesta a las proverbiales preguntas “¿Quién soy yo?” o “¿De dónde vine?”, afirman que identificar la conexión de las características genéticas que se encuentran en la historia de la familia de uno traerá una sensación de bienestar y plenitud. Aquellos que se embarcan en esta búsqueda citan un deseo de descubrir similitudes en la cultura y los valores, establecer una relación familiar a partir de la cual construir intereses comunes, obtener información acerca de las inclinaciones emocionales, predecir la salud y longevidad de una persona, o establecer un sentimiento de seguridad o de pertenencia.
No obstante, aceptar que nuestra identidad está gobernada por características controladas genéticamente, y creer que la materia puede contener conexiones hereditarias o programarse a sí misma para reproducirlas y mantenerlas, solo nos sumerge aún más en la creencia de que la identidad tiene su punto de partida separado de Dios. Y aceptar la conclusión de que la identidad es transmitida desde una personalidad mortal por medio de las leyes de la materia, nos vuelve indefensos y vulnerables a toda la variedad de creencias asociadas con las llamadas leyes de la herencia. Creer que la materia o la personalidad mortal es el origen y factor del desarrollo del bien en nuestra identidad requiere el corolario: de que también puede ser una fuente del mal, al manifestarse como enfermedad hereditaria, dolencias o cualquier otro defecto o trastorno físico o emocional.
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