Un día, el verano pasado, al sentirme atrapada por el encierro y al preguntarme cuándo terminaría la pandemia, me volví a Dios y oré. Cuando oro, me gusta hacer una pausa para sentir la presencia y la realidad de Dios, el bien. A menudo, un versículo bíblico me ayuda, como este de Salmos: “Dios es nuestro… pronto auxilio en las tribulaciones” (46:1), o este: “Pues a sus ángeles mandará acerca de ti, que te guarden en todos tus caminos” (91:11).
Ese día, me vino algo diferente. Era la línea “Amado Cristo, eternal” de “Alba de Navidad”, un poema escrito por Mary Baker Eddy, también conocido como un himno (Himnario de la Ciencia Cristiana, N° 23). Esta frase me hizo sonreír por dentro y por fuera y despejó el camino para que orara con mayor convicción. Las palabras me llegaron en la forma del himno, cantando en mi corazón, y me trajeron una alegría que no está reservada solo para Navidad. Sabía que es posible conocer todo lo que es cierto acerca de Dios y el hombre, porque el Cristo —la comprensión de Dios que Jesús tenía— es real y está presente, es eterno y activo.
Me vinieron también otras líneas de ese poema que describen al Cristo:
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