Skip to main content Skip to search Skip to header Skip to footer
Original Web

Levanta tu mirada y sana

Del número de diciembre de 2021 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana

Apareció primero el 2 de septiembre de 2021 como original para la Web.


Era una mañana realmente hermosa. Mi esposo y yo habíamos salido a caminar a la orilla del mar. No había viento, y solo se escuchaba el rumor de las olas, serenas y constantes.

Pero mientras avanzábamos, el ir y venir del océano me hizo sentir mareada, y perdía el equilibrio al andar. Mi esposo entonces me dijo que no me fijara en el agua, sino que levantara la mirada y mi paso se haría más seguro.

Y así fue. Al levantarla, el mareo desapareció y pude caminar con firmeza y estabilidad.

Después de llegar a casa, me quedé pensando en la recomendación de levantar la mirada, y cuántas veces había necesitado hacer eso a lo largo de los años en más de una ocasión.

En la Biblia, hay muchas referencias a levantar la mirada cuando el suelo debajo de nosotros parece inestable y nuestra seguridad o salud incierta. Por ejemplo, en el libro de Isaías dice: “Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra, porque yo soy Dios, y no hay más” (Isaías 45:22).

En medio de enfermedades, dificultades financieras, de relaciones y de discordancias de todo tipo, siempre que he elevado la mirada o me he apartado de la materia o el cuerpo hacia el Espíritu divino, Dios —quien llena todo el espacio y está en todas partes— he experimentado curación. La curación es el resultado natural de tomar conciencia de la armonía y perfección de la creación de Dios; algo que vi recientemente cuando estaba de compras en un centro comercial con una de mis hijas.

En una sección del piso accidentalmente habían derramado mucha agua, y me resbalé y caí con violencia. Lo primero que me vino al pensamiento fue lo siguiente: “Ninguno de sus huesos será quebrantado”, paráfrasis de un versículo del Salmo 34: “Muchas son las aflicciones del justo, pero de todas ellas lo libra el Señor; Él guarda todos sus huesos; ni uno de ellos es quebrantado” (Salmos 34:19, 20).

Mientras yo permanecía en el suelo y trataba de ordenar mis pensamientos, mi hija se sentó junto a mí sosteniendo mi mano. Sé que ella también estaba orando, y llamó a una practicista de la Ciencia Cristiana para pedirle tratamiento metafísico para mí. 

A pesar del sentimiento de indefensión y dolor, ¡me sentí tan rodeada de amor! Varias personas se acercaron y se ofrecieron a ayudarme a ponerme de pie, pese a las muchas restricciones que impone la pandemia. Les agradecí profundamente su amable oferta con la absoluta certeza de que Dios estaba presente. Sentí a Dios a través de la generosidad de todas estas personas, que fue superior a la desconfianza y al temor a la enfermedad.

Cada uno de nosotros refleja naturalmente el amor de Dios, quien responde a cada necesidad. El personal del centro comercial gentilmente me transportó en silla de ruedas hasta un consultorio, donde, de acuerdo a las normas del lugar, el médico de guardia me examinó superficialmente y limpió mis heridas. El doctor determinó que yo estaba bien.

Al llegar a casa, sin embargo, el dolor se hizo acuciante y me impedía cualquier movimiento. Temía que se hubiera producido una fractura que el doctor no había encontrado. No obstante, me resistí a pensar en la lesión, la cual yo sabía que no provenía de Dios, la única Mente que todo lo sabe. Sostuve con firmeza que las oraciones de la practicista eran efectivas; reconocían tan solo un poder único y supremo, el Principio divino, y sus leyes eternas de armonía y perfección. Ella compartió conmigo esta declaración de un artículo publicado en el Christian Science Sentinel: “Así como las sombras entran en contacto entre sí y no ocurre ningún daño, así el impacto de los objetos materiales, en lo que se denomina accidente, no causa ninguna impresión en la consciencia verdadera; porque en el reino del Espíritu, nada ha sucedido” (Sharon Carper, “The care that never leaves us,” May 13, 2013).

Confié en esa verdad y afirmé que mi identidad era espiritual y que una idea espiritual, o reflejo de Dios, está intacta y es incapaz de caer o fallar; por lo tanto, no podía haber tenido ningún accidente ni sufrir de sus efectos.

Mary Baker Eddy, la Descubridora de la Ciencia Cristiana, dice en Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras: “Los accidentes son desconocidos para Dios, o la Mente inmortal, y tenemos que abandonar la base mortal de la creencia y unirnos con la Mente única, a fin de cambiar la noción de la casualidad por el sentido correcto de la infalible dirección de Dios y así sacar a luz la armonía” (pág. 424). Decir que ha ocurrido un accidente implicaría que Dios no gobierna a Su creación, y la deja a merced de la casualidad o de la suerte. ¡Y eso es imposible! 

A pesar del sentimiento de indefensión y dolor, ¡me sentítan rodeada de amor!

En los días siguientes, persistí en saber que jamás había habido un accidente, y tampoco había nada que necesitara curación, puesto que la creación de Dios está siempre a salvo; que Dios es del todo bueno, y Su bondad llena todo espacio y no deja lugar donde la enfermedad o el mal exista o pueda manifestarse; que estamos gobernados no por las leyes materiales del azar, sino por la ley divina de la armonía; y que la materia no tiene leyes ni es capaz de crearlas. La creencia de que podemos sufrir por un accidente solo forma parte de la ilusión de que vivimos en la materia y estamos sujetos a sus supuestas leyes. Así como había levantado la mirada caminando junto al mar, me esforcé por mantener mi pensamiento elevado en esos hechos espirituales, por encima del dolor y la inmovilidad.

 En un momento dado, se me ocurrió que, aunque temía haber sufrido una fractura, nada podría afectar mi identidad espiritual ni interrumpir mi relación inquebrantable con Dios, el origen de mi vida, mi Vida misma. Fue un momento muy especial ese, ya que tenía la poderosa sensación de que Dios estaba conmigo, siempre había estado junto a mí, y ninguna sugestión podía alejarme de esa dulce seguridad de Su presencia.

Continué reflexionando sobre estas ideas, y aunque el dolor apareció en algunos momentos, ya no me impidió caminar. Toda realidad de la caída desapareció, así como los hematomas y todo rastro del incidente. Al poco tiempo, ya estaba realizando mis tareas habituales sin sentir ningún dolor y sin apoyos físicos.

También sané de los sentimientos condenatorios. No solo me había estado condenando a mí misma por no mirar por donde pisaba, sino que culpaba a las personas que habían derramado el agua y no la habían secado. Esto se disolvió cuando vi la inocencia innata de los hijos de Dios y razoné que si condenaba tanto el descuido como la irresponsabilidad, haría del accidente y sus supuestas secuelas una realidad en mi pensamiento.

 La ayuda mediante la oración de la practicista fue invalorable, así como el amoroso apoyo de mi familia. Todo esto dio, como resultado, que hiciera un esfuerzo mayor por conocer más a Dios; por seguir aprendiendo cómo Su poderoso amor nos cuida, nos protege y nos rodea. Cuando elevamos nuestra mirada a Dios, vemos que estamos gobernados por la perfecta ley de la armonía del Amor, más bien que por la aleatoriedad de los sucesos humanos, o por las ilegítimas leyes de la materia. Y nuestros pasos se hacen más seguros.

Para explorar más contenido similar a este, lo invitamos a registrarse para recibir notificaciones semanales del Heraldo. Recibirá artículos, grabaciones de audio y anuncios directamente por WhatsApp o correo electrónico. 

Registrarse

Más en este número / diciembre de 2021

La misión del Heraldo

 “... para proclamar la actividad y disponibilidad universales de la Verdad...”

                                                                                                          Mary Baker Eddy

Saber más acerca del Heraldo y su misión.