Estaba jugando en la playa con mi mamá y mi papá cuando vi una cosa azul, brillante y redonda tirada en la arena. Era muy bonita, así que la recogí para verla.
Era una medusa. Tenía una cola larga, y cuando sopló el viento, la cola azotó el aire y me picó.
¡Me dolió mucho! Y tenía erupciones donde me había picado.
No podía dejar de llorar, así que nos fuimos de la playa. ¡Dije que nunca volvería a ir al océano!
De camino a casa, mi papá extendió el brazo hacia la parte trasera del auto donde yo estaba sentada para sostener mi mano. Eso me hizo sentir mejor. Entonces pensé en algo que aprendí en la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana que también me hizo sentir mejor.
Dije: “Soy la hija perfecta de Dios, ¿verdad?”
Mi papá dijo: “¡Sí, por supuesto que lo eres!”
En ese momento, dejé de llorar. Ya no tenía miedo ni dolor porque sabía que, como era perfecta, no podía estar lastimada. Dios siempre me mantenía a salvo, tal como Él me hizo.
Al día siguiente, las erupciones habían desaparecido. Sabía que no debía tener miedo de ir a la playa de nuevo, porque Dios siempre estaría conmigo. No hay ningún lugar en mí o en la playa o en cualquier otro sitio donde Dios no esté. Por la tarde, volvimos a la playa, y me divertí mucho buceando con mi esnórquel.
