Todos estamos conscientes de que puede haber diferentes narrativas de sucesos o personas. Los conflictos y crisis en todo el mundo nos han demostrado el peligro de aceptar o defender categóricamente una narrativa en particular sin resolver lo que es verdadero o falso.
Al orar acerca de cómo estar alerta y superar mis propias ideas preconcebidas, me acordé de una historia bíblica sobre un hombre paralítico. El Evangelio de Marcos (véase 2:1-12), cuenta que llevaron a este hombre a Jesús para que lo sanara. Tuvieron que cargarlo y parece que sus amigos hicieron esto de buena gana. Jesús estaba en una casa, y había una multitud, así que, para acercarle al hombre, sus amigos abrieron el techo y lo bajaron. El resultado: Jesús perdonó los pecados del hombre y la parálisis fue sanada. La Biblia nos da cierto contexto para la curación: “Al ver Jesús la fe de ellos” —la del hombre y sus amigos—, le dijo al enfermo de parálisis: “Hijo, tus pecados te son perdonados”. Entonces, momentos más tarde Jesús dijo: “Levántate, toma tu lecho, y vete a tu casa”. Y el hombre así lo hizo.
Este relato muestra el poder de tener fe en una narrativa que va más allá de la de un hombre permanentemente enfermo. Donde podríamos tener una percepción material y limitada del hombre, Jesús vio abundante información derivada de Dios sobre él. Jesús contempló la verdadera identidad espiritual del hombre, creada por Dios, el Espíritu, a Su imagen y semejanza perfectas. Nosotros también podemos mirar más profunda y espiritualmente la verdadera naturaleza del hombre, que nos permite ver a través de la narrativa material normal.
Lo que optamos por ver cuando miramos a los demás importa.
Estudios han indicado que se necesita una décima de segundo para obtener una primera impresión de alguien. Si no miramos más allá de esa percepción de fracción de segundos, podemos encasillar a otra persona y a nosotros mismos. Para muchos de nosotros, esta primera impresión puede incluir género, raza, situación económica, etc. Pero esto es ver con una lente basada en la materia en lugar de una espiritual.
Cuando estaba en el bachillerato, crearon una clase nueva, y se formó muy rápidamente un pequeño grupo de amigos. Una chica había venido de un país en desarrollo. El grupo sugirió que ella y yo compartiéramos un escritorio, como era costumbre, y ambas estuvimos de acuerdo. Pero un día después, se me ocurrió que los demás habían hecho esa sugerencia porque pensaban menos de nosotras dos. No había la más mínima evidencia de esto —todos éramos amigos— pero de repente vi a esta chica, a los demás y a mí misma de manera diferente. Mi amistad con la chica se deterioró y amenazó con desplomarse por completo.
Días más tarde, me dijo francamente que la estaba discriminando. Eso me despertó. ¡Esto no era lo que yo quería ser! Mis propias ideas infundadas y mi limitado enfoque de una adolescente inmigrante amenazaban con lastimarnos a todos. Esto no era lo que me habían enseñado en la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana. Allí había aprendido que Dios hizo al hombre a Su imagen, y esto nos incluye a todos, sin importar en qué parte del mundo nacimos. Entonces, ¿era una inmigrante menos digna de mi amistad? De ninguna manera. Mi disgusto desapareció tan rápido como se había formado, y todos en el grupo fuimos amigos por el resto de nuestro tiempo en la escuela, y más allá.
Somos la descendencia de nuestro Padre-Madre Dios, el Espíritu.
Lo que optamos por ver cuando miramos a los demás importa. Y lo que vemos cuando nos miramos a nosotros mismos importa de igual manera. Mary Baker Eddy, quien descubrió la Ciencia Cristiana, escribió en su libro de texto, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras: “Jesús contemplaba en la Ciencia al hombre perfecto, que a él se le hacía aparente donde el hombre mortal y pecador se hace aparente a los mortales. En este hombre perfecto el Salvador veía la semejanza misma de Dios, y esta perspectiva correcta del hombre sanaba a los enfermos” (págs. 476-477).
Jesús veía su perfección y la de los demás: no veía que la verdadera naturaleza de alguien fuera mortal, propensa a enfermarse, pobre o pecaminosa. Desde su perspectiva como el Hijo perfecto de Dios, era capaz de ver la perfección en los demás, y este punto de vista sanaba.
Aunque no tenemos el título de “Hijo de Dios”, somos la descendencia de nuestro Padre-Madre Dios, el Espíritu. Por ser hijos de Dios, reflejamos Su perfección, y podemos vernos a nosotros mismos y a los que nos rodean bajo esta luz verdadera. De hecho, comprender nuestra propia condición como hijo de Dios nos permite reconocer esa misma condición en los demás.
Podemos ver más allá de cualquier narrativa basada en la materia acerca de nosotros mismos y de los demás. Jesús nos demostró que la parálisis no era la verdad divina acerca del hombre en el relato bíblico, ni de nadie. Dios nos creó a cada uno de nosotros eternamente sanos y perfectos, no defectuosos. Percibir la verdadera naturaleza de una narrativa de enfermedad o pecado puede ser exigente. Pero crecer para comprender lo que Dios creó y aferrarse a la realidad de Dios puede romper el control de la enfermedad, poner al descubierto el pecado y, en última instancia, revelar la verdadera y completa bondad de todos nosotros como hijos de Dios. Abandonar la narrativa basada en la materia y subir a un nivel mental más elevado nos permite sanar.
Cada uno de nosotros puede ir más allá de las impresiones superficiales y las evaluaciones materiales limitadas, y, como aprendí con mi amiga en la escuela, comprender que una perspectiva material es limitada e insuficiente, es el primer paso. Comenzar por vernos a nosotros mismos como el hijo perfecto de Dios nos permite ampliar este punto de vista para incluir a los que nos rodean. Paso a paso, podemos ampliar nuestra percepción de la creación de Dios como el reflejo perfecto y completo de Dios, que no puede incluir nada que no sea de Dios. Entonces viviremos en mayor paz con los demás, y la amistad, la honestidad, la justicia, la salud y la curación se manifestarán.
