Parece razonable sacar conclusiones de lo que vemos con nuestros ojos, oímos con nuestros oídos y saboreamos, olemos y sentimos con los otros sentidos. Nuestra experiencia sugiere que esto es lógico y natural. En muchas áreas de la vida, los resultados de este enfoque son bastante útiles. Al estudiar las ciencias naturales, recopilamos información que nos permite resolver problemas y desarrollar tecnologías como computadoras, teléfonos y automóviles, todos los cuales son de gran beneficio para la humanidad.
Puede que nos sintamos tentados a pensar en nuestros cuerpos de la misma manera, confiando en que los cinco sentidos nos digan cómo nos sentimos y cuál es nuestro pronóstico para la curación o la salud. Tal vez así se sentía el hombre en el estanque de Betesda, quien, según la Biblia, estaba restringido por una enfermedad que le impedía caminar y lo había afligido durante casi cuarenta años (véase Juan 5:2–9).
Entonces llegó Jesús para restaurar la libertad del hombre. Jesús no razonó inductivamente, mirando los aparentes efectos materiales para encontrar una causa material. Todo lo contrario, razonó deductivamente, partiendo de la única gran causa, el Principio divino, el Dios perfecto, el Espíritu, a quien llamaba su Padre. Su razonamiento no partió ni dependió de la evidencia de los sentidos materiales. Esta causa, o Principio, Dios —omnisciente, omnipotente, omnipresente, todo-amor— sólo conoce el bien y crea sólo el bien, como explica el primer capítulo del Génesis en la Biblia.
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