Recientemente me sentí inspirada a examinar mi pensamiento con respecto a la humildad. Un par de definiciones de humildad del Diccionario Merriam-Webster son “no orgulloso o soberbio: no arrogante o autoritario” y “reflexionar, expresarse u ofrecerse en un espíritu de deferencia o sumisión”.
Hacía años, había tenido mi propia empresa, y tuve que ser autoritaria de una manera positiva para convertirme en la mujer de negocios que era. No clasifiqué eso como una mala característica. Pero era yo ¿orgullosa? ¿Soberbia? ¿Arrogante? Ciertamente tenía respuestas a las preguntas sobre el gobierno de la iglesia, y no tenía miedo de expresarlas. ¿Habían sido esas respuestas opiniones estridentes en lugar de humildes sugerencias? Comencé a evaluar mis motivos.
Había sido elegida Primera Lectora en mi iglesia. ¿Estaba orgullosa o humilde de haber sido elegida? ¿Estaba leyendo a la congregación manifestando mi opinión sobre la Lección-Sermón o expresando claramente el divino mensaje de Dios a Sus hijos? Sabía que solo soy un instrumento. Yo no soy el Pastor. Mary Baker Eddy, la Fundadora de nuestra Iglesia, designó la Biblia y el libro de texto de la Ciencia Cristiana, su Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, como nuestro Pastor.
Esta vez escuché, y las ideas simplemente inundaron mi pensamiento.
El rey Nabucodonosor en la Biblia tomaba crédito personal por sus logros. Caminando por su palacio, dijo: ¿No es ésta la gran Babilonia que yo edifiqué para casa real con la fuerza de mi poder, y para gloria de mi majestad?” (Daniel 4:30). Inmediatamente su reino le fue arrebatado, y fue llevado a los campos hasta que aprendió que sin Dios nada podía hacer. Finalmente, reconociendo la supremacía de Dios, proclamó: “Ahora yo Nabucodonosor alabo, engrandezco y glorifico al Rey del cielo, porque todas sus obras son verdaderas, y sus caminos justos; y él puede humillar a los que andan con soberbia” (Daniel 4:37).
Lamentablemente, ¿somos los Nabucodonosores de hoy en día que no damos crédito a Dios por todos nuestros logros, glorificándonos a nosotros mismos en lugar de agradecer y alabar a Dios?
La Biblia se refiere a la humildad muchas otras veces, incluso en varios lugares donde indica claramente el poder salvador y edificante de esta cualidad. Por ejemplo, Santiago dice: “Humillaos delante del Señor, y él os exaltará” (Santiago 4:10).
Este vínculo entre la humildad y el ascender se explica con más detalle en un artículo titulado “El camino” en el libro de Eddy Escritos Misceláneos 1883-1896, que indica cuán fundamental es esta cualidad, así como el amor y el conocimiento propio, para la práctica de la Ciencia Cristiana. Nuestra Guía escribe: “La segunda etapa del desarrollo mental es la humildad. Esta virtud triunfa sobre la carne; es el genio de la Ciencia Cristiana. Uno jamás puede ascender hasta que no haya descendido en su propia estimación. La humildad es lente y prisma de la comprensión de la curación por la Mente; hay que tenerla a fin de comprender nuestro libro de texto; es indispensable para el desarrollo personal, e indica el plan de su Principio divino y la regla para su práctica” (pág. 356).
En su sentido espiritual, la humildad no es autodesprecio, autocrítica o un concepto negativo de uno mismo. Más bien, es darle a Dios todo el crédito, reconocer la constancia de la presencia divina, escucharlo y agradecerle por todo lo bueno en nuestras vidas. Es reconocer a Dios como nuestra fuerza, nuestro Padre-Madre, el creador de todo. En última instancia, significa comprender que Dios es Todo-en-todo, y nuestra verdadera identidad es un reflejo de este Dios perfecto.
A medida que estudiaba y meditaba sobre estas ideas en oración, comencé a sentirme desahogada y consolada, así como más humilde. Mi pensamiento fue elevado de la imagen material de mi vida y actividades a una visión espiritual de ellas.
Un día estaba recopilando lecturas de la Biblia y Ciencia y Salud para la reunión de testimonios del miércoles por la noche de nuestra iglesia. Decidí centrar las lecturas en el tema de que no hay edad. Sentía que necesitaba abordar el tema para la generación mayor. Encontré muchas historias en la Biblia sobre este tema, y todo encajaba muy bien hasta que llegué a Ciencia y Salud. No lograba hacer que los pasajes de nuestro libro de texto se ajustaran al argumento que quería hacer. Trabajé una y otra vez en ello, y finalmente me di cuenta de que estaba tratando de hacer yo el trabajo, luchando por armar lo que pensaba que era necesario. No había estado escuchando lo que Dios tenía para decir sobre el asunto.
Dejé ese tema, y me vinieron los pensamientos más hermosos acerca de la Iglesia. Esta vez escuché, y las ideas simplemente inundaron mi pensamiento. Utilicé pasajes de Ciencia y Salud que nunca había usado, y el resultado fue bastante hermoso, apacible y completo.
En nuestra reunión de testimonios hubo mucha inspiración. Nos pasamos de la hora, porque mucha gente tenía testimonios que querían compartir. Sola después de la reunión, realmente caí de rodillas y agradecí a Dios por las hermosas y sanadoras ideas sobre la Iglesia que Él nos había dado a mí y a toda nuestra congregación e incluso al mundo. Fue un momento que me llenó de humildad, y estaba agradecida de experimentarlo.
Pensar en esto continúa inspirándome en mi trabajo como Primera Lectora. Cuando me viene una idea de algo para leer en la iglesia, escucho por un rato para ver qué piensa el Padre al respecto. Si no es lo que Él quiere, escucho más detenidamente y sigo Su dirección. Esto me quita el falso sentido de responsabilidad como creadora y reemplaza toda arrogancia con la humildad. Estoy agradecida por esta lección.
La gratitud es siempre un trampolín hacia la humildad. La oración es también un poderoso guerrero contra el orgullo y la arrogancia. Entrar en el aposento de la oración, cerrar la puerta mental y luego orar al Padre como Cristo Jesús nos dice que hagamos, lleva a tener verdadera inspiración. Al saber que Dios está siempre presente y es todopoderoso, estamos seguros de que no hay nada que pueda interponerse en el camino para que la Palabra de Dios llegue a Sus hijos. Como dijo Jesús: “El Padre que mora en mí, él hace las obras” (Juan 14:10).
