Si has sentido alguna vez que el suelo se abría debajo de tus pies —que toda tu vida daba un vuelco total— hay un mundo de alegría esperando bendecirte más profunda y permanentemente de lo que puedas imaginar. Allí mismo donde parecería que la desesperación te mantiene como rehén, una nueva vida de regeneración e ímpetu ilimitado está lista para transformar tu experiencia con la luz y el Amor divinos.
Este fue el caso en el Día de Pentecostés hace siglos, y muchos han recibido un poderoso aliento de esta inspiración y libertad espirituales a lo largo de los años desde entonces. La palabra pentecostés significa quincuagésimo día, y se ha identificado con el descenso del Espíritu Santo cincuenta días después de la resurrección de Cristo Jesús. Como parte de una concentración más grande, sus seguidores habían llegado desde diferentes regiones y grupos lingüísticos, convencidos de que se estaba por manifestar una gran revelación. Fueron movidos fuertemente a hablar mediante el Espíritu y pudieron escuchar las palabras de los demás en sus propios idiomas. El libro de Hechos lo registra: “Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen” (2:4).
Cuando las cosas se ven completamente oscuras, es cuando tenemos la mayor oportunidad de experimentar el resplandor más puro y radiante.
El Día de Pentecostés fue una experiencia decisiva en la vida de los seguidores de Jesús. Su crucifixión los había dejado sumergidos en el dolor y la confusión. Pero de esta oscura pesadumbre surgió una nueva percepción de que el Cristo, el Camino de la salvación, es eterno. La resurrección y ascensión de Jesús demostraron que el Amor no puede ser destruido, eliminado, enterrado o encubierto por ningún poder material. En cambio, eran el odio, el miedo y la ignorancia los que estaban siendo expuestos y depuestos, revirtiendo la suposición de una derrota sin esperanza.
Es profundamente conmovedor que el poderoso abrazo del Espíritu Santo en Pentecostés fuera directamente el producto de las oraciones de Jesús mientras estaba aún con sus discípulos. No quería que estuvieran confundidos o tristes por su desaparición física, por lo que oró para que fueran receptivos a otro Consolador que permanecería con ellos para siempre. Su ferviente oración fue amorosamente respondida y es otra prueba emotiva del incansable amor de Jesús por todos los buscadores. De la crucifixión, y de lo que parecía una pérdida irreparable, surgió una esperanza inimaginable.
Cuando sentimos una pérdida abrumadora en nuestras vidas, podemos dejar que el aparente colapso se convierta en un gran paso adelante. En la búsqueda de lo que es consistente y fortalecedor, podemos ser guiados por el Espíritu Santo para hallar que el poder del Cristo nos renueva y nos trae un sentido del Amor mucho más perdurable y pleno.
Antes de la resurrección, los seguidores de Jesús se sentían completamente abatidos. Pero después de la ascensión, los embargó la apasionante expectativa de que el Espíritu Santo se les aparecería. Y así fue. La expectativa de que hoy podemos experimentar este tipo de trascendencia espiritual impulsa a muchos a reflexionar sobre lo que permitió a los discípulos experimentar colectivamente esta transformación.
El libro que trae esta esencia del Espíritu Santo tangiblemente a nuestras vidas hoy, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, por Mary Baker Eddy, señala: “El tiempo para la reaparición de la curación divina es a través de todos los tiempos; y quienquiera que ponga su todo terrenal sobre el altar de la Ciencia divina, bebe de la copa del Cristo ahora y es dotado del espíritu y el poder de la curación cristiana” (pág. 55). La Ciencia Cristiana explica que cada curación, cada motivo ampliado y purificado, y cada acción más desinteresada es evidencia de que el Cristo está transformando activamente nuestros pensamientos y morando en nuestros corazones.
Como seguidores de los últimos días, nosotros también necesitamos el anhelo incontenible y urgente de que nuestros corazones desborden. Este anhelo emerge, tal como lo hizo para los seguidores de Jesús, al ser verdaderamente despojados de un sentido mortal de la bondad, la verdad, la salvación y la espiritualidad. De hecho, nuestros anhelos más profundos muy a menudo surgen cuando más intensamente sentimos la necesidad de dirección, consuelo o plenitud. Nuestros corazones pueden sentirse humanamente vacíos, pero este mismo vacío hace espacio para el Cristo, que reemplaza los decrépitos temores, dependencias y creencias. Estos son períodos de introspección, de lucha, incluso de desesperación. Pero en estas batallas intensas, la honestidad y la humanidad se presentan y nos instan a repensar por completo, a mirar más alto al único poder verdadero más grande, más sabio, más fuerte que nosotros mismos.
Llegar a la raíz de la mortalidad y sacar a luz su oculta arrogancia exige un trabajo preparatorio: discernimiento incisivo, ininterrumpida honestidad y labor altruista. Este trabajo mental profundiza nuestra fe, vuelve generoso nuestro amor y aumenta nuestra resistencia espiritual. Cada vez que enfrentamos el temor a que todo por lo que nos hemos sacrificado y trabajado pueda ser arrasado por la ignorancia o la malicia, crecemos en gracia y confianza en Dios.
A la edad de cinco años, mi padre se estaba muriendo de cáncer y poliomielitis. Sus padres habían hecho todo lo que sabían para tratar de salvarlo; incluso recurrieron a cinco de los mejores médicos del país para tratarlo. Finalmente, estos se dieron por vencidos y detuvieron el tratamiento, diciendo que no había esperanza y que no viviría más de 24 horas.
Un vecino se enteró de la triste situación y llegó a su casa con un ejemplar de Ciencia y Salud. Aunque el vecino no era Científico Cristiano, le dijo a mi abuelo que había oído que el libro podía sanar.
Mi abuelo era un cristiano concienzudo y aceptó el libro con una mente abierta y un corazón anhelante. Comenzó a leerlo de inmediato. Después de cuatro días, dos de los médicos vinieron a la casa porque no habían visto el obituario del niño en el periódico. Al ver que todavía estaba vivo, comentaron que, si sobrevivía, nunca volvería a caminar ni a hablar. Sin embargo, en dos semanas, mi padre estaba completamente sano, y pasó a tener una vida muy activa que incluyó el agotador deber de servir en la Segunda Guerra Mundial.
Como es natural, mis abuelos estaban profundamente agradecidos por esta maravillosa curación. Vivían en lo que es hoy Karachi, Pakistán (en aquel entonces India británica), y no había iglesias cercanas en la zona. Así que comenzaron a celebrar servicios religiosos en su propia casa e invitaron a sus vecinos hindúes a unirse. Mi abuelo, que era británico, se convirtió en un partidario de la independencia de la India y la comunidad confiaba en él. Muchas personas venían a su casa y le traían a sus familiares para ser sanados.
Nuestra humilde sumisión aumenta nuestro compromiso de confiar en Dios.
Él había absorbido las verdades reveladas en Ciencia y Salud como el espíritu salvador del Cristo. Esta aceptación profunda y pura del mensaje de Dios a la humanidad transformó su experiencia y la de su familia, y los puso en el camino de la curación y la regeneración espirituales, las que experimentaron de innumerables maneras a partir de ese momento.
Nuestra humilde sumisión aumenta nuestro compromiso de confiar en Dios en medio de las dificultades. Nos capacita para hacer el bien, independientemente de cómo podamos ser oprimidos, ignorados o criticados por esto. Amplía nuestro amor lo suficiente como para recibir la afluencia del Espíritu puro y transformador del alma.
Cuando experimentamos la santidad de la curación, del pensamiento y el obrar espiritual, nos embarga el sentido indescriptible de ser amados por el Ser Divino, de que la Vida misma nos aprecia y valora, y nada en el mundo se compara con ese sentimiento de paz y alegría sublime. Esto a menudo es seguido por un profundo y sincero deseo de unirnos y comprometernos con más firmeza con las enseñanzas de los mensajeros designados de Dios.
Otro hecho pertinente señalado por el escritor de Hechos es que el Espíritu Santo descendió sobre los discípulos solo cuando “estaban todos unánimes juntos” (Hechos 2:1). Los discípulos habían tenido que aprender sobre esta unidad del Espíritu paso a paso. Habían enfrentado el desafío de aceptar plenamente a personas de diferentes idiomas y culturas para adorar y comer con ellos. Y tuvieron que crecer más allá de los egos competitivos que pugnaban por ser vistos como los más sabios, los más devotos o los más correctos.
El registro bíblico de Pentecostés indica que no necesitamos exigir o competir por la bendición de esta profunda regeneración. La ley de Dios la ha puesto a disposición de todos. A medida que identificamos y aceptamos activamente los elementos en el pensamiento que disuelven la dependencia en lo material y los sistemas de creencias basados en la materia, se abre el camino para que nos sintamos y seamos renovados por este espíritu de Verdad. La luz que obtenemos del hecho de que la verdadera unidad y armonía son espirituales —mucho más allá de la gama de estadísticas inestables, opiniones obsoletas y limitaciones materiales autoimpuestas— revela poderosos discernimientos espirituales acerca de la naturaleza de la realidad. Nos libera para respirar profunda y colectivamente el ánimo sanador natural, inteligente, restaurador y transformador del Espíritu.
Cuando las cosas se ven completamente oscuras, es cuando tenemos la mayor oportunidad de experimentar el resplandor más puro y radiante. Esta es la promesa del Cristo a través de cada búsqueda desgarradora: “He aquí yo estoy con vosotros todos los días” (Mateo 28:20). Esta verdad, con todos nosotros, en todos nosotros, y alentándonos incesantemente, libera nuestras vidas del dolor, el miedo y la tristeza, llenándolas de belleza y visión divinas.
