“Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mateo 5:9). Esta es posiblemente la más conocida de las hermosas promesas, desde entonces llamadas las Bienaventuranzas, que comienzan el Sermón de Jesús en el Monte. Cada bienaventuranza comparte una cualidad espiritual que lleva a las bendiciones, bendiciones que incluyen una profunda felicidad, paz y bienestar. Pero ¿qué significa hoy en día ser un pacificador? Debe significar algo más que simplemente evitar o resolver discusiones.
Según el American Dictionary of the English Language de Noah Webster de 1828, la definición de paz incluye “un estado de quietud o tranquilidad; estar libres de perturbación o agitación”, “libres de conmoción interna”, “armonía; concordia” y “descanso celestial”. Esto me ayudó a comprender que la paz debe sentirse genuinamente dentro de nosotros mismos; la apariencia externa de calma y paz no es suficiente. Yo no puedo ser una pacificadora eficaz para los demás hasta que sienta paz y armonía yo misma, al esforzarme por liberarme de cualquier forma de malestar o ansiedad.
La paz debe y puede sentirse genuinamente dentro de nosotros mismos; la apariencia externa de calma y paz no es suficiente.
Cristo Jesús ciertamente tenía este sentido puro de paz. Su nacimiento fue anunciado por ángeles que declararon: “¡En la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!” (Lucas 2:14). La obra que Jesús realizó en su vida nos dio ejemplos claros de cómo ser un pacificador y exhibir cualidades espirituales. Salvó a una mujer de un grupo que sentía que ella merecía ser apedreada, y caminó ileso a través de una multitud llena de odio que tenía la intención de apedrearlo (véase Juan 8:3-11 y Lucas 4:28-30). Tenía que mantener su pensamiento en Dios, y no permitir que entraran el miedo, el fariseísmo o la ira. Sin este pensamiento exaltado centrado en Dios, él no habría podido proporcionar o experimentar protección contra una turba empeñada en hacerle daño.
Una frase de Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras por Mary Baker Eddy también me brindó una nueva perspectiva sobre la paz: “El pensamiento calmo y exaltado, o la comprensión espiritual, está en paz” (pág. 506). La palabra y realmente me impactó. El pensamiento calmo y exaltado está en paz. Mi pensamiento necesita estar a la vez calmo y exaltado, y este es el primer paso para ser un pacificador.
Para lograr esto, necesito elevar mi pensamiento para ver a los demás como Jesús los habría visto: en su verdadera naturaleza espiritual como la semejanza de nuestro creador, Dios. No puedo ver solo a amigos y familiares de esta manera. El apóstol Pablo nos advirtió: “Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres” (Romanos 12:18). Él no nos estaba instruyendo a vivir pacíficamente solo con aquellos que comparten nuestras creencias, sino con todas las personas. ¿Cómo se puede hacer esto frente a la agitación, el odio y la división?
Una experiencia que tuve hace varios años ilustra la importancia del pensamiento exaltado cuando se enfrenta un conflicto. Era profesora de estudiantes emocionalmente perturbados. Por ser la única maestra en ese puesto en el distrito, normalmente tenía los mismos estudiantes durante muchos años consecutivos. Se me exigió que trabajara en estrecha colaboración con las familias, así como con los estudiantes, y ese era a menudo el desafío más grande de mi trabajo.
Cuando estaba con licencia por maternidad, me pidieron que asistiera a una reunión para abordar un tema polémico con respecto a uno de los estudiantes. Los padres eran agresivos y estaban enojados, y habían exigido esta reunión. Tanto los padres como el director querían que asistiera para que los apoyara. Tengo que admitir que al principio no estaba entusiasmada con esto y quería estar en casa con mi bebé, lejos de ese ambiente hostil. Al tratar de justificar las razones para no asistir, estas palabras de Jesús me vinieron a la mente: “En los negocios de mi Padre me es necesario estar” (Lucas 2:49). Me di cuenta de que lo más importante que podía hacer todos los días era servir a Dios, ocuparme de Sus negocios, lo que para mí significaba que debía promover la paz. Esta pacificación incluía asistir a esa reunión.
Pasé tiempo orando todos los días previos a la reunión. Sabía que la única manera en que podía estar en los negocios de mi Padre era escuchar sólo a Dios y dejar de lado mis propias opiniones. Tuve que exaltar conscientemente mi pensamiento a una visión espiritual de todos los interesados, una visión que me ayudó a amar al estudiante, su familia y al personal de la escuela sobre la base de la verdadera naturaleza espiritual de cada uno. Para cuando entré en la escuela para la reunión, sentía paz interior y alegría en lugar de resentimiento. Estaba realmente feliz de ver a todos, y la reunión fue armoniosa. Todas las cuestiones fueron examinadas detenidamente y se resolvieron, y todas las partes fueron tratadas con respeto. El director me apartó después para agradecerme y decirme que mi presencia misma había hecho toda la diferencia. Yo sabía, sin lugar a dudas, que no era mi presencia, sino más bien el Cristo —el Amor sanador y divino que Cristo Jesús demostró— lo que había traído la paz.
A fin de traer paz y curación hoy en día, es nuestro deber y privilegio seguir los pasos de Cristo Jesús elevando nuestro pensamiento a Dios. Podemos hacer esto negándonos a esbozar cómo deben hacerse las cosas y confiando en cambio en Dios, el bien, para encontrar formas naturales de avanzar. El Cristo nos capacita para mirar a los demás con amor verdadero y espiritual, libre de opiniones, perspectivas o agendas personales.
Podemos traer paz a una situación intercambiando un punto de vista preocupado, limitado o desesperado por la comprensión de Dios, el Amor divino, que anula el temor, la ira y el odio, y nos capacita a todos para sentir y experimentar la bondad y el amor de Dios. Este estado de pensamiento es ciertamente de lo que habló el profeta Isaías cuando dijo de Dios: “Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en ti persevera; porque en ti ha confiado” (Isaías 26:3). ¡Cuánto más pacíficos son nuestros pensamientos cuando confiamos cualquier situación a Dios en lugar de a nosotros mismos!
