Yo estaba luchando con algunas preguntas difíciles, entre ellas esta: ¿Sana la Ciencia Cristiana?
Soy Científica Cristiana de toda la vida y siempre me ha encantado la sencilla cita bíblica que se encuentra en las paredes de muchas iglesias filiales de Cristo, Científico: “Dios es amor” (1 Juan 4:16). Pero durante bastante tiempo había estado lidiando con una sensación de que Dios parecía lejano y no sentía el amor y el cuidado que Él brinda como Padre-Madre.
En este momento en particular, experimentaba síntomas de Covid-19. Aunque había decidido vacunarme debido al cuidado y respeto por mis amigos y colegas, contraje el virus durante un aumento bien publicitado de casos. Me realizaron tres exámenes en el transcurso de una semana, cuyos resultados fueron positivos. Presté mucha atención a los requisitos gubernamentales de aislamiento y distanciamiento, y me puse en cuarentena en casa. También alerté a las personas con las que había estado en contacto, y estoy agradecida de decir que ninguna de ellas tuvo los síntomas.
Llamé a una practicista de la Ciencia Cristiana para que orara conmigo cuando comencé a experimentar síntomas. Estaba, y estoy, muy agradecida por su pronta respuesta cada vez que la llamaba, de día o de noche, y por la firmeza de sus oraciones. Pero el problema, tal como yo lo percibía, era que no parecía sentir o responder a esas oraciones, o a su convicción de mi verdadera identidad como el reflejo espiritual de la Mente divina, Dios, libre de enfermedades.
Estaba desanimada y me pregunté, en un momento particularmente deprimente, si ser Científica Cristiana solo significaba tratar de encontrar alguna vislumbre de consuelo espiritual mientras luchaba por superar una enfermedad y esperaba a que pasaran los síntomas físicos; o si la curación se basaba en el esfuerzo humano por parte del practicista o del paciente, y simplemente yo no estaba haciendo lo suficiente.
Ahí es donde estaba, mentalmente, cuando me senté en el escalón de la entrada de mi casa una tarde soleada, sintiéndome sola y cansada. A los pocos minutos, me di cuenta de que, aunque el sol estaba a millones de kilómetros de distancia —y brillaba en muchos lugares— sentía su calor, específica e individualmente. Fue un momento de esperanza como el de un niño, de comprender que así es como se expresa Dios a Sí mismo como Amor. El Amor ilumina por todas partes, y por su propia naturaleza entibia todo bajo su luz. Me di cuenta de que no tenía que tratar de acercarme al Amor o trabajar duro para sentir el Amor; estoy naturalmente abrazada en el Amor mismo, y el Amor por su propia naturaleza consuela y cuida a todos, así como el sol entibia todo sobre lo que descansa su luz.
Casi al momento, escuché una voz tranquila en mi pensamiento que decía: “Sara, estás luchando con todas estas preguntas, pero solo hay una que importa: ¿Existe el amor?”.
Me sentí abrumada por un sentido de amor tan poderoso que comencé a llorar. Sabía, sin lugar a dudas, que la respuesta era sí. Vi amor en las personas que me habían traído comida y la dejaron cuidadosamente en mi puerta, y en la amabilidad de un amigo que me leyó a través de FaceTime, una noche en la que me sentía particularmente sola y necesitada. Reconocí y sentí las formas muy simples en que expreso mi cuidado hacia los demás: saludo a todos los perros de mi vecindario con afecto y alegría genuinos cuando salgo a caminar, y mi trabajo en un proyecto a largo plazo está profundamente motivado por el amor hacia las personas que han sido tratadas injustamente.
Tantos ejemplos de amor me vinieron al pensamiento, y con ellos la convicción de que cada expresión de amor, por más “pequeña” que sea, es prueba del Amor divino mismo. Esto no fue un ejercicio intelectual. Fue un torrente de amor puro que sentí con absoluta certeza en cada parte de mi ser. Sabía que podía responder a la pregunta con todo mi corazón: “Sí, el amor existe”; lo que por supuesto significaba: “Sí, existe un Dios que es Amor”.
Luego pensé en la pandemia y en el argumento agresivo que ha hecho que las personas se sientan separadas del amor, de la comunidad, de la familia; en que la narrativa de la pandemia se ha convertido en una de frustración, ira y división entre tanta gente.
Así que oré con mi sentido revitalizado de amor y del amor de Dios por cada uno de nosotros, sabiendo que nada puede separar a nadie del Amor infinito. Simplemente rodeé con mis brazos a todos los que me vinieron al pensamiento al orar, y reconocí que el Amor estaba consolando a cada uno. Refuté la narrativa de frustración y enojo y me recordé a mí misma los numerosos actos extraordinarios de amor expresados por tanta gente en estos últimos años. Sentí profundamente, de una manera nueva, la verdad de uno de mis pasajes favoritos de Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, por Mary Baker Eddy: “La profundidad, la anchura, la altura, el poder, la majestad y la gloria del Amor infinito llenan todo el espacio. ¡Eso basta!” (pág. 520).
En más o menos dos días, los síntomas agresivos de Covid-19 simplemente desaparecieron, como si fueran rechazados por el amor y la alegría que crecían dentro de mi consciencia. Sentí una gran paz y calma. Sabía sin lugar a dudas que la Ciencia Cristiana sana. Y sentí el tierno amor de Dios por mí.
No hubo período de recuperación de los síntomas y ninguna vivencia persistente de la enfermedad. Se había ido. No obstante, lo que quedaba era la silenciosa fortaleza del Amor y la convicción de que la respuesta a la pregunta “¿Existe el amor?” es —y siempre será— sí.
Sara Terry
Los Ángeles, California, EE.UU.