Allí estaba yo, en una cita con un chico que me gustaba, y no lograba articular ni una palabra. No podía pensar en nada para decir, y mis respuestas a sus preguntas eran breves y apenas un murmullo. Me llevó a casa y nunca volví a saber de él.
Esta experiencia fue dolorosa, pero tampoco fue única. Como adolescente y adulta joven, ocasionalmente luchaba con la baja autoestima, que consideraba un rasgo de familia. Había visto a otros parientes sufrir de la misma falta de capacidad para expresarse y la vergüenza que la acompañaba. Y me dejó sintiéndome indigna, como si tarde o temprano descubrieran que era un fraude. ¡Tenía miedo de que otros descubrieran que tal vez realmente no tenía nada que decir!
Desarrollé algunos mecanismos de defensa útiles, como llegar tarde a los eventos e irme temprano para no tener que hablar con nadie. Eso quizá haya evitado conversaciones incómodas, pero no resolvió el problema. No obstante, no me esforcé mucho por encontrar alguna otra solución, porque pensaba que la baja autoestima era algo con lo que tenía que vivir.
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