La noche después de la crucifixión de Jesús debe haber sido muy difícil para los discípulos. Todo parecía perdido. Las promesas de vida eterna de su Maestro, la cercanía del reino de Dios, las infinitas posibilidades que habían entrevisto, yacían ahora junto al cuerpo inerte de Jesús detrás de una piedra enorme, aparentemente imposible de mover.
La noche anterior, después de haber prometido no dejarlo, todos habían abandonado a Jesús en el Jardín de Getsemaní, mientras él enfrentaba lo inimaginable. Pedro negó tener conexión alguna con él —no solo una, sino tres veces— después del arresto de Jesús.
Pero quizá, más que la herida ardiente de la culpa, era la duda la que se destacaba sobre todo otro sentimiento. ¿Por qué él, luego de haber realizado obras asombrosas —sanado enfermos, resucitado muertos y tantas otras maravillas— acababa de sufrir una muerte tan dolorosa? Si su venida no hubiera sido el cumplimiento de la profecía, no habría podido enseñarles el verdadero origen de cada persona creada por Dios, y mostrarles cómo realizar las mismas obras que él realizó. No obstante, todo esto estaba ahora en el pasado.
Mary Baker Eddy escribe: “La verdad había sido vivida entre los hombres; pero hasta que no vieron que capacitaba a su Maestro para triunfar sobre la tumba, sus propios discípulos no pudieron admitir que tal acontecimiento fuera posible” (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 24). Incluso después de la resurrección y aparecer ante sus discípulos en dos ocasiones, en un momento dado algunos de los discípulos regresaron a su antigua ocupación de pescadores. Al no saber qué hacer, hacia el mar de Galilea marcharon nuevamente. Pero si bien pescaron toda la noche, ni siquiera lograron la satisfacción de una buena pesca.
Ninguna creencia de dolor, enfermedad, odio, desarmonía o muerte puede impedir que el Cristo remueva esa piedra, como Jesús demostró plenamente.
Sin embargo, en el amanecer de una radiante mañana, toda esa pesadumbre se transformó en alegría desbordante. Un hombre en la playa les dijo que echaran sus redes “a la derecha de la barca” (Juan 21:6). Así lo hicieron, y obtuvieron una red llena de peces, y muy pronto se dieron cuenta de que el hombre era su amado Maestro, el Mostrador del camino de la humanidad.
Fortalecidos espiritualmente por esta tercera aparición de su Maestro después de su resurrección, los discípulos continuaron con la obra que él les había confiado, predicando y sanando en muchos lugares, incluso en sitios muy distantes. La Sra. Eddy, la Descubridora de la Ciencia Cristiana, explica en Ciencia y Salud: “Por todo lo que los discípulos experimentaron, se volvieron más espirituales y comprendieron mejor lo que el Maestro había enseñado. Su resurrección fue también la resurrección de ellos” (página 34).
Y es nuestra resurrección. Nuestra resurrección de un estado de derrota y tristeza que todos nosotros, como los discípulos, hemos sentido en un momento u otro. Nuestra resurrección de momentos en los que es posible que nos sintamos envueltos en una impenetrable oscuridad de la que parece imposible escapar. Un diagnóstico médico atemorizante, una culpa del pasado, relaciones humanas frustradas, la muerte de un ser querido o un futuro incierto, todo eso pareciera constituir una piedra inamovible, privándonos de la alegría y la libertad a las que tenemos derecho como Jesús enseñó por ser hijos de Dios. Pero el Cristo, la Verdad, eterno e incorpóreo, el mensaje sanador de Dios a Sus amados hijos, transforma la oscuridad en luz cuando cedemos a él. Esto fue lo que le sucedió a una persona que conozco.
En una ocasión, después del fallecimiento de un ser querido, esta mujer estuvo varios meses completamente deprimida; le era imposible comer, y lo único que quería era dormir. En el poco tiempo que estaba despierta, solo tenía fuerzas para llorar. Cada mañana, lo primero que pensaba era: “Otro día más para enfrentar”. A ella le daba lo mismo vivir que no vivir.
Pero un día, le vino al pensamiento que debía solicitar la ayuda de un practicista de la Ciencia Cristiana. Pronto encontró en un cuaderno viejo el número del celular de una practicista que había conocido años atrás. La llamó de inmediato, llorando desesperadamente. La afectuosa respuesta y disposición de la practicista para orar por ella le llegaron profundamente. Era una tangible evidencia del amor de Dios; prueba de que “el Amor divino nunca está tan cerca como cuando todas las alegrías terrenales parecen estar tan lejos” (Mary Baker Eddy, La Primera Iglesia de Cristo, Científico, y Miscelánea, pág. 290).
A los pocos días, pudo salir de la cama por corto tiempo y comenzar a comer algo. Llamaba a diario a la practicista y escuchaba atentamente tratando de entender las verdades espirituales que esta compartía con ella acerca de su inseparabilidad del Amor divino y su perfección como hija de Dios. Al mes pudo salir a caminar cerca de su casa a unas pocas cuadras, mientras escuchaba la Lección Sermón del Cuaderno Trimestral de la Ciencia Cristiana. Comenzó a alimentarse más, a volver a ocuparse de su casa y su familia y a trabajar nuevamente. Aunque estaba contenta con estos pasos de progreso, no sabía si sería capaz de cumplir con sus tareas como antes. Sin embargo, a los pocos meses, fue promovida al cargo de subdirectora de la institución donde trabajaba.
Pero, según expresa, la bendición fue mayor todavía. El año pasado, tuvo la oportunidad de tomar la Instrucción de Clase de la Ciencia Cristiana, lo que le dio una mejor comprensión de cómo orar y practicar la curación cristiana. Las palabras de la Sra. Eddy en La unidad del bien expresan claramente lo que ella aprendió durante esta experiencia como resultado de su crecimiento en la Ciencia Cristiana: “Puesto que Dios está siempre presente, ningún límite de tiempo puede separarnos de Él y del cielo de Su presencia; y puesto que Dios es Vida, toda Vida es eterna” (pág. 37).
Esta oscura experiencia constituye para ella algo así como una novela ahora, una historia que no le pertenece y con la que no tiene relación alguna, porque, en realidad, jamás la ha tenido. Ella ahora sabe que fue el Cristo, la Verdad de Dios, lo que la impulsó a buscar ayuda mediante la oración, y eliminó la angustia, la desolación y el sentido de pérdida, los cuales provienen de una creencia falsa de la historia material; y lo que es incluso más fundamentalmente, la creencia falsa de que hay mente en la materia, lo que hace que la vida sea por ende finita y mortal. Esto es lo que dice la Sra. Eddy que parece ser la piedra que existe entre nosotros y nuestra propia mañana de resurrección, dejándonos en la oscuridad de la existencia mortal. Ella también dice: “Sólo podemos llegar a la resurrección espiritual cuando abandonamos la antigua consciencia de que el Alma está en los sentidos” (Escritos Misceláneos 1883-1896, pág. 179).
Ninguna creencia de dolor, enfermedad, odio, desarmonía o muerte puede impedir que el Cristo remueva esa piedra, como Jesús demostró plenamente. El Cristo viene a nosotros hoy, como lo hizo entonces, con el mensaje de que Dios, la Vida divina, nos ha creado para Su gloria; que la vida es espiritual, y nuestra razón de existir es para expresar la Vida eterna, no para morir; que el sufrimiento no forma parte de la voluntad divina porque Dios no lo creó; y que la materia no constituye ni limita la vida del hombre porque la única Vida es Dios.
El libro de texto de la Ciencia Cristiana explica que el Cristo eterno, la individualidad espiritual de Jesús, jamás sufrió, aunque el Jesús humano padeció el calvario de la crucifixión (véase Ciencia y Salud, pág. 38). Esto muestra que no hay muerte en la Vida, y no hay odio en el Amor. Esto es lo que Jesús probó.
De modo que, esta Pascua, no permitamos que la tristeza por la crucifixión apague el glorioso resplandor de la resurrección de Jesús, y de la nuestra, la cual comienza cuando tomamos conciencia de nuestra identidad espiritual, la cual nunca sufre ni muere. Este despertar continúa, día tras día, a medida que crecemos en nuestra comprensión de la verdad del ser mediante nuestro consagrado estudio de la Ciencia Cristiana; y al vivirla, practicarla y abandonar las falsas creencias acerca de la materia alcanzamos la comprensión espiritual de la realidad. Entonces, la influencia del Cristo, la Verdad, comienza a verse en la comprensión humana con toda su maravillosa brillantez y poder sanador.
El Cristo está siempre presente, siempre dispuesto a remover la piedra de la materialidad por nosotros y a destruir toda evidencia de pecado, enfermedad y muerte. Como escribe la Sra. Eddy en Ciencia y Salud: “¡Gloria a Dios, y paz a los corazones que luchan! El Cristo ha removido la piedra de la puerta de la esperanza y fe humanas, y mediante la revelación y la demostración de la vida en Dios, las ha elevado al a-una-miento posible con la idea espiritual del hombre y su Principio divino, el Amor” (pág. 45).