La noche después de la crucifixión de Jesús debe haber sido muy difícil para los discípulos. Todo parecía perdido. Las promesas de vida eterna de su Maestro, la cercanía del reino de Dios, las infinitas posibilidades que habían entrevisto, yacían ahora junto al cuerpo inerte de Jesús detrás de una piedra enorme, aparentemente imposible de mover.
La noche anterior, después de haber prometido no dejarlo, todos habían abandonado a Jesús en el Jardín de Getsemaní, mientras él enfrentaba lo inimaginable. Pedro negó tener conexión alguna con él —no solo una, sino tres veces— después del arresto de Jesús.
Pero quizá, más que la herida ardiente de la culpa, era la duda la que se destacaba sobre todo otro sentimiento. ¿Por qué él, luego de haber realizado obras asombrosas —sanado enfermos, resucitado muertos y tantas otras maravillas— acababa de sufrir una muerte tan dolorosa? Si su venida no hubiera sido el cumplimiento de la profecía, no habría podido enseñarles el verdadero origen de cada persona creada por Dios, y mostrarles cómo realizar las mismas obras que él realizó. No obstante, todo esto estaba ahora en el pasado.
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