El propósito de todo lo que Cristo Jesús dijo e hizo fue hacer que las personas vieran y sintieran la vitalidad del reino de los cielos, o la supremacía y realidad de Dios, el bien, en sus vidas. Inicialmente, estas buenas nuevas del poder y la soberanía del Espíritu pueden haber parecido algo lejano, al que solo podían tener la esperanza de alcanzar, y muy separado de sus vidas diarias. Sin embargo, Jesús insistió en que este reino de armonía estaba dentro de ellos. Con cada curación, con cada evidencia del poder espiritual, con cada lección del Amor divino, Jesús capacitaba a sus seguidores para que vieran que su experiencia de la identidad espiritual no estaba determinada por las condiciones materiales, sino por el pensamiento; por aquello al cual le entregaban su corazón y fortaleza mental.
La promesa es que a medida que buscamos consciente y humildemente ser animados por el Cristo —la verdadera idea espiritual del ser— experimentamos cada vez más la autoridad y el dominio sobre las limitaciones materiales.
No obstante, hay una condición. Una perspectiva cristianamente científica del ministerio de Jesús deja absolutamente claro que una orientación material y una esperanza espiritual no pueden convivir felizmente en nuestra consciencia. No podemos programar y organizar lugares para ambas, o pensar que simplemente podemos agregar algunas mejoras espirituales a una vida mortal, como se pone cobertura a un pastel. De hecho, Jesús usa la más cruda de las imágenes —la cruz, un madero de ejecución— cuando dice: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, este la salvará” (Lucas 9:23, 24).
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