El propósito de todo lo que Cristo Jesús dijo e hizo fue hacer que las personas vieran y sintieran la vitalidad del reino de los cielos, o la supremacía y realidad de Dios, el bien, en sus vidas. Inicialmente, estas buenas nuevas del poder y la soberanía del Espíritu pueden haber parecido algo lejano, al que solo podían tener la esperanza de alcanzar, y muy separado de sus vidas diarias. Sin embargo, Jesús insistió en que este reino de armonía estaba dentro de ellos. Con cada curación, con cada evidencia del poder espiritual, con cada lección del Amor divino, Jesús capacitaba a sus seguidores para que vieran que su experiencia de la identidad espiritual no estaba determinada por las condiciones materiales, sino por el pensamiento; por aquello al cual le entregaban su corazón y fortaleza mental.
La promesa es que a medida que buscamos consciente y humildemente ser animados por el Cristo —la verdadera idea espiritual del ser— experimentamos cada vez más la autoridad y el dominio sobre las limitaciones materiales.
No obstante, hay una condición. Una perspectiva cristianamente científica del ministerio de Jesús deja absolutamente claro que una orientación material y una esperanza espiritual no pueden convivir felizmente en nuestra consciencia. No podemos programar y organizar lugares para ambas, o pensar que simplemente podemos agregar algunas mejoras espirituales a una vida mortal, como se pone cobertura a un pastel. De hecho, Jesús usa la más cruda de las imágenes —la cruz, un madero de ejecución— cuando dice: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, este la salvará” (Lucas 9:23, 24).
Jesús nos muestra que el cristianismo no es una religión a la que nos unimos, sino una vida que descubrimos y en la que entramos como hijos verdaderos de Dios, el Espíritu divino. Este nuevo hombre y mujer de la creación de Dios no puede coexistir junto al viejo sentido mortal de la vida que percibía todo a través de la materia y creía que podía haber tal cosa como la vida separada de Dios. Ese viejo sentido tiene que extinguirse, y debemos estar dispuestos a ayudar a exterminarlo. Por supuesto, nunca exterminamos nada real. Lo que Dios crea es inmortal. Simplemente ejecutamos la creencia, por más persuasiva que parezca, de que vivimos en la materia y estamos sujetos a sus limitaciones.
Quizá pueda parecer que tenemos que lidiar con dos yoes. Está el tan conocido yo mortal, con su perspectiva y cuerpo materiales, que constantemente argumenta que él es todo lo que somos, y que repartirá placer o dolor, alegría o miedo, dependiendo de las circunstancias materiales en las que nos encontremos. Luego está la individualidad espiritual, menos ruidosa, pero más llena de esperanza, que ama, encuentra sentido a la vida, es creativa y conoce la alegría profunda. Este yo puede ser menos aparente para un mundo material, pero es intuitivamente innegable y cada uno de nosotros lo siente interiormente.
El sentido material del yo puede parecer aquel con el que estamos atascados, mientras que el yo espiritual se convierte en aquel para el cual estamos tratando de hacer más espacio, o tratando de usar de una manera que ayude a que las cosas mejoren para el yo material. Después de todo, como dice el argumento, todos tenemos que alimentarnos y vestirnos, y enfrentar las demandas de cada día; aunque también se nos dice que ciertamente ayuda si podemos tomar algo de “tiempo para mí”, para divertirnos, olvidar o descomprimirnos a fin de poder lidiar mejor con el estrés de nuestro mundo.
Un indicio enormemente importante de que en realidad no estamos lidiando con dos realidades o yoes separados es el hecho de que, en medio de donde sea que nos encontremos, siempre lo estamos haciendo desde el punto de vista de nuestro propio pensamiento, la única consciencia que tenemos. Por ende, la pregunta nunca es: “¿En qué realidad estamos?”, sino más bien: “¿Es nuestra consciencia distraída por un sentido material del yo o está enfocada en la realidad y el poder de la vida espiritual?”.
La Ciencia Cristiana nos asegura que está en funcionamiento una ley repetible de Dios; la cual es que cada día que tomemos nuestra cruz y exterminemos alguna medida del hombre de la mortalidad, también experimentaremos una renovación de vida en Cristo aquí y ahora. ¿No es esto exactamente lo que Pablo estaba resaltando cuando escribió: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí”? (Gálatas 2:20).
En términos prácticos, ¿qué significa tomar nuestra cruz cada día? ¿Qué nos pide Jesús en la práctica diaria de nuestra fe? Tal vez una forma de describirlo es que tenemos que hacer lo que es más correcto, lo que se base más en lo espiritual, a menudo en el mismo instante en que nos sentimos menos capaces de hacerlo. Cuando decidimos no permitir que el miedo nos impida avanzar en un momento en que estamos tentados a ser paralizados por él, estamos tomando la cruz. Cuando buscamos curación y sentimos que hemos pensado en todas las oraciones que hay, y no obstante, no vemos progreso; sin embargo, trabajamos para profundizar nuestra confianza en el cuidado del Amor en lugar de dejarnos llevar por el desaliento, estamos tomando la cruz. Cuando nos enfrentamos al ridículo o al odio de alguien, y, no obstante, nos esforzamos por amarlo como a un hermano o hermana, estamos tomando la cruz. Estos son los momentos en los que el yo que confía en sí mismo y en sus propios hábitos e inclinaciones cede a una confianza más profunda en el Espíritu y su expresión de lo que significa ser la creación de Dios.
La Descubridora de la Ciencia Cristiana, Mary Baker Eddy, escribió: “Recordad que la primera y última lección de la Ciencia Cristiana es el amor, el amor perfecto, el amor hecho perfecto por medio de la cruz” (Escritos Misceláneos 1883-1896, pág. 138). Y una de las trabajadoras de su casa recordó que a menudo ella decía: “Cuanto más difícil es orar, más fuerte tenemos que orar” (Irving C. Tomlinson, Twelve Years with Mary Baker Eddy, Amplified Edition, p. 107).
El sentimiento resistente y angustiado que argumenta que la oración más profunda es demasiado difícil o que no somos dignos de tener una curación, proviene estrictamente del sentido mortal de la vida que pretende residir en nuestras vidas y no quiere irse. Pero esa es una razón más para tomar la determinación de enfrentarlo, destruirlo y terminar con él. Esa lucha no es fácil, pero debe traernos alegría.
Si nuestro sentido del cristianismo es simplemente tratar de ser una buena persona en un mundo material, nuestro progreso será muy lento. Pero cuando estamos dispuestos a enfrentar y hacernos cargo de las cosas difíciles, las cosas angustiosas, las cosas que nos llevan a tomar la cruz, y el deseo de no tener vida o consciencia aparte de lo que Dios nos da, nuestra perspectiva se transforma y damos pasos gigantescos hacia adelante. Nos sentimos más capaces de amar, incluso cuando el panorama es oscuro. Sentimos más poder en nuestra oración, aun cuando el cuerpo está argumentando a favor del miedo o el dolor. Encontramos más curación del pecado y el sufrimiento en nuestras vidas resucitadas. No es de extrañar que la Sra. Eddy escribiera: “La cruz yo beso, al conocer / un mundo ideal” (Escritos Misceláneos, pág. 397).
Scott Preller, Miembro de la Junta Directiva de la Ciencia Cristiana
