Al leer la alegoría del filósofo griego Platón, nacido 400 años antes de la Era Cristiana, pude encontrar paralelos entre ella y lo que Mary Baker Eddy, la Fundadora de la Ciencia Cristiana, descubrió acerca de Dios y el hombre creado a Su imagen.
En la alegoría, que se encuentra en La República, obra de gran influencia, Platón imagina a unos prisioneros en una cueva, los cuales habían vivido allí durante toda su vida. Encadenados y frente a una pared, nunca han visto el sol. Detrás de ellos hay una hoguera, y como la traducción de Shawn Eyer de la alegoría expresa, “entre este fuego y los cautivos, una mampara baja es construida a lo largo de un camino, algo así como lo que usan los titiriteros para ocultarse durante sus actuaciones. … [Hay] otras personas llevando objetos de un lado al otro a lo largo de la mampara, cosas de todo tipo: imágenes de gente y de animales, talladas en piedra y en madera, y otros materiales”. Estos objetos arrojan sombras en la pared frente a los prisioneros, quienes creen que esas oscuras imágenes son cosas verdaderas, no solo sombras.
Uno de ellos, sin embargo, se libera de las cadenas y huye. Asombrado, contempla el mundo exterior por primera vez: paisajes, árboles y animales, ¡que están vivos y se mueven! Luces, colores y sonidos vibrantes y maravillosos. Este hombre queda tan impresionado por lo que ve, que regresa a decirles a los demás cómo es el mundo en realidad. Pero, asombrosamente, nadie le cree. Aferrados al concepto falso de su “mundo” tan particular, prisioneros de su ignorancia, estos hombres han aceptado por tanto tiempo las sombras limitadas como su realidad, que cuando alguien se atreve a decir que hay algo más, algo mucho mejor, rechazan la posibilidad. Optan por quedar en la ignorancia.
Como los hombres en la cueva de Platón, la mayor parte de la humanidad parecería aceptar los errados conceptos de la realidad.
Para mí, esta alegoría se asemeja a la historia de la vida de Jesús. Al traer al Cristo, el mensaje del amor de Dios, a la humanidad, a menudo no le creyeron, sino que fue perseguido y finalmente crucificado. Toda la obra de su vida —sus enseñanzas y curaciones— no fue aceptada por muchos. Sabiendo que sería la más poderosa prueba de amor para el mundo, se sometió a la crucifixión y resurgió triunfante, venciendo la creencia en la muerte.
La Sra. Eddy escribe acerca de Jesús: “El propósito de su gran obra se extiende a través del tiempo e incluye a la humanidad universal. Su Principio es infinito, alcanza más allá del límite de un solo período o de un limitado número de seguidores. A medida que el tiempo avance, los elementos sanadores del cristianismo puro serán tratados con justicia; serán buscados y enseñados, y resplandecerán con toda la grandeza de la bondad universal” (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, página 328-329).
Como los hombres en la cueva de Platón, la mayor parte de la humanidad parecería aceptar los errados conceptos de la realidad. Se aferran a las “sombras” imaginarias, en lugar de aceptar la realidad de la creación. Se someten a limitaciones de todo tipo, como si estas limitaciones fueran leyes. Se les enseña a creer que el hombre —es decir, cada uno de nosotros— es material, y por lo tanto, está sujeto al paso del tiempo. Que el hombre progresa hasta cierto punto y luego comienza a deteriorarse hasta que finalmente muere. Que es imposible para el hombre luchar contra algo llamado “destino”, y debe, en cambio, resignarse a la suerte o la casualidad. Que las leyes de la materia son inexorables y que no es posible escapar de la materialidad. En síntesis, el hombre parece estar sujeto a la ausencia de un Dios infinito, el Espíritu.
Desde que me dieron a conocer la Ciencia divina, he visto superar esas “barreras del tiempo” una y otra vez.
No obstante, Ciencia y Salud explica: “El hombre es la idea del Espíritu; refleja la presencia beatífica, llenando de luz el universo. El hombre es imperecedero, espiritual. Está por encima de pecado o flaqueza. No atraviesa las barreras del tiempo hacia la vasta eternidad de la Vida, sino que coexiste con Dios y el universo” (pág. 266).
Desde que me dieron a conocer la Ciencia divina, he visto superar esas “barreras del tiempo” una y otra vez. Al comienzo de mi estudio, no fue fácil aceptar lo que consideraba verdades tan extraordinarias, aunque parecían ser extrañamente conocidas. La perspectiva de la existencia de una creación tan perfecta como su creador parecía improbable. No obstante, he sido testigo en innumerables ocasiones de que, por medio de la oración como enseña la Ciencia Cristiana, las personas se han sanado. He visto la visión restaurada; problemas relacionados con los huesos sanados cuando el único remedio parecía ser una riesgosa cirugía; el uso y los efectos de la adicción a las drogas eliminados; revertidas enfermedades diagnosticadas como fatales y tantas otras pruebas prácticas de esta Ciencia divina. Es la misma Ciencia divina mediante la cual Jesús realizó sus poderosas curaciones.
Después de descubrir la Ciencia Cristiana, la Sra. Eddy continuó estudiando y orando, y sanó a innumerable cantidad de personas mediante lo que ella estaba aprendiendo de Dios. Sin embargo, muchas de sus curaciones no fueron reconocidas. Lo que escribió en Ciencia y Salud, basada en su comprensión de la Biblia y la inspiración divina, contradice todo lo que el mundo parece dispuesto a creer.
Durante una visita a su familia, ella sanó a su sobrina, Ellen Pilsbury, de una enfermedad muy grave que la había llevado al borde la muerte. Pero ni siquiera este extraordinario acontecimiento influenció favorablemente en la mayoría de sus parientes. A pesar de estos desafíos que tuvo que enfrentar, jamás respondió con amargura o ira.
Según recordaba una de sus estudiantes, la Sra. Eddy dijo, en una ocasión en que experimentaba ataques de lo que la Biblia llama la mente carnal: “Yo tuve que aprender la lección de la hierba. Cuando el viento soplaba, yo me inclinaba ante él y cuando la mente mortal ponía su pie sobre mí, yo me inclinaba más y más en humildad y esperaba … Esperaba hasta que retiraba su pie, y entonces yo me erguía” (Robert Peel, The Years of Authority, p. 84).
¡Qué maravillosa lección de esperanza e inspiración! Saber que la respuesta a nuestras necesidades siempre está presente nos impulsa a continuar por el camino que Dios señala. Como el hombre que escapó de la cueva de Platón, una vez que hemos vislumbrado, aunque sea en parte, la realidad de la existencia, avanzamos, sin importar cómo la Verdad sea recibida o qué desafíos enfrentemos.
Las antiguas creencias de que el hombre desciende del hombre, y está sujeto a leyes que Dios nunca creó, desaparecen a medida que conocemos y aceptamos la única realidad. Quizá parezca mucho más cómodo permanecer en la irrealidad, en “la cueva”, por así decirlo, pero las bendiciones y curaciones que nos vienen a nosotros y a los demás cuando abrazamos la realidad divina valen el esfuerzo de dejar de lado los puntos de vista obsoletos.
Motivados por el deseo de dar a conocer a Dios, el Amor divino, cada vez más, subimos lo que parece ser la empinada cuesta, sorteamos los obstáculos —cualesquiera sean— y arribamos seguros y vencedores a la única realidad que ha sido siempre verdadera, la cima de la montaña espiritual de la que nunca salimos: el reino de los cielos, nuestro verdadero hogar.
