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Original Web

Consuelo, fortaleza y reconciliación

Del número de marzo de 2022 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana

Apareció primero el 23 de agosto de 2021 como original para la Web.


Los recientes descubrimientos en Canadá de cientos de tumbas de niños sin marcar han dejado al país sin aliento. Las tumbas están muy cerca de antiguas escuelas religiosas residenciales patrocinadas por el Estado cuyo propósito era asimilar a los niños de las Primeras Naciones en la cultura eurocanadiense. Estos descubrimientos han conmocionado a la mayoría de los canadienses y han confirmado lo que muchos pueblos de las Primeras Naciones han hablado durante años. (Véase, por ejemplo, “An Indigenous children’s grave unearths Canada’s grim history,” CSMonitor.com, June 4, 2021.)

¿Cómo un país que celebra de tantas maneras la diversidad encuentra el valor y la honestidad para enfrentar una parte tan oscura de su historia, historia que sigue teniendo un marcado efecto en los sobrevivientes y las generaciones posteriores hoy en día?

Según Perry Bellegarde, ex jefe nacional de la Asamblea de las Primeras Naciones, el país está progresando respecto a la reconciliación. Y aunque las historias de las Primeras Naciones a menudo son desgarradoras, muchas de esas historias se cuentan con un espíritu de alegría e incluso humor, lo que nos ha ayudado a mí y a otros a sentir nuestra compartida humanidad y renovar nuestra empatía los unos por los otros.

Si bien es importante contar la historia con precisión para que haya curación, mi estudio y práctica de la Ciencia Cristiana me ha ayudado a ver que hay ciertas verdades que existen más allá de la historia humana, que son invaluables para la reconciliación. Jesús señaló que la existencia tiene una eternidad implícita cuando dijo: “Antes que Abraham fuese, yo soy” (Juan 8:58). Esta declaración ciertamente indica la naturaleza atemporal del Cristo, la verdadera idea de Dios, que Jesús trajo a la luz a través de su vida única. También puede entenderse como una declaración profunda acerca de la identidad de todos nosotros como hijos de Dios, que Jesús probó en sus numerosas curaciones. Desde esta perspectiva podemos comenzar a comprender que cada uno de nosotros siempre ha coexistido con nuestro Padre-Madre Dios común y entre nosotros, desde mucho antes de la fundación de la ciudad de Quebec por Samuel de Champlain en 1608; antes de que Jacques Cartier llegara en los 1500 y comenzara a llamar a lo que se convertiría en Canadá con ese nombre; incluso antes de que los vikingos llegaran a lo que varios grupos indígenas llaman Turtle Island (América del Norte).

En la declaración de Jesús se puede entender que “antes” no significa cronológicamente, sino metafísicamente, espiritualmente. Más allá del alcance de la historia humana misma, cada uno de nosotros existe, ha existido y siempre existirá como el descendiente espiritual de nuestro Padre-Madre celestial, que es el Amor infinito, en paz y armonía unos con otros. 

Esta fue la realidad de la identidad que Mary Baker Eddy, la Descubridora de la Ciencia Cristiana, encontró en las Escrituras: que fundamentalmente, la identidad de todos es puramente espiritual y libre por ser la expresión del Amor eterno. Ella escribió: “Enteramente separada de la creencia y el sueño de la vida material, está la Vida divina, revelando la comprensión espiritual y la consciencia del señorío del hombre sobre toda la tierra” (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 14).

El amor fraternal es la única manera de lograr una reconciliación e igualdad perdurables.

Reconocer esta verdad de nuestra espiritualidad pura, y estar conscientes del dominio que Dios nos ha dado y que la Biblia atribuye a todos como hijos de Dios, no significa ignorar la historia humana. No obstante, proporciona una base sólida para no ser controlado por esa historia. Como hijos de Dios, el Amor, todos somos capaces de expresar humildad para aprender de nuestras experiencias individuales y colectivas, discernimiento para apreciar lo que es bueno en esa historia, fortaleza para liberarnos de los errores y el sufrimiento del pasado, y capacidad de amar a nuestro prójimo más libremente.

Recientemente, mientras caminaba por el centro de la ciudad en una brillante mañana de verano, me sentí llevado a acercarme a una mujer inuit mayor que parecía necesitar un poco de apoyo (muchos inuit vienen del norte de Canadá a la ciudad en que vivo, Ottawa, para tener acceso a los servicios de salud y educación). En esos breves momentos, un sentimiento de amor fraternal y afecto llenó mi corazón. Me sentí impulsado a decir, con profunda convicción: “Dios te ama y eres preciosa”. La mujer me agarró el pulgar, lo sujetó con fuerza y me dijo: “Gracias”.

En ese simple intercambio sentí que, más allá de la raza y las diferentes experiencias de vida, estábamos recibiendo un don espiritual, vislumbrando la realidad más elevada de nuestra existencia compartida en Dios. Aunque ese momento fue breve, el espíritu de ese amor divinamente impulsado ha permanecido en mi pensamiento como una canción melodiosa, inspirándome. Dudo que vuelva alguna vez a pasar por ese lugar sin pensar en esa dulce experiencia.

Verdaderamente, el amor fraternal es la única manera de lograr una reconciliación e igualdad perdurables. Solo el amor nos da la fortaleza para cambiarnos a nosotros mismos, lo que se propaga en la forma en que nos relacionamos con los demás e incluso puede tener un efecto en las políticas y las instituciones. Felizmente, nuestra verdadera naturaleza como hermanos y hermanas espirituales —cada uno de nosotros acunado eternamente en la familia universal de Dios— nos da el poder de expresar ese amor con creciente consistencia.

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