Ser bombardeado por el miedo, la tristeza o el arrepentimiento, y luego quedarse atrapado en cavilar y sentirse impotente para detenerlo, es un poco como conducir tu automóvil bajo un aguacero con los limpiaparabrisas a toda velocidad. Puede ser abrumador, tal vez un poco aterrador, y los limpiaparabrisas apenas pueden seguir el ritmo de la lluvia torrencial. Si alguna vez te has sentido así, no eres el único. Muchos han enfrentado esto, incluyéndome a mí.
Es posible que te preguntes por qué tienes estos pensamientos. Tal vez te embargue la culpa. Luego viene la tentación de creer que de alguna manera podrías ser castigado por albergar estos pensamientos. Pero Dios no es el autor de esa forma de pensar. Es la mente humana la que nos hace sentir susceptibles a los pensamientos opresivos, nos condena por ellos y luego nos convence de que nuestros pensamientos son la causa de nuestro sufrimiento. Gran parte de nuestra energía se gasta tratando de tener todos los pensamientos correctos y sintiéndonos ansiosos de que, si no lo hacemos, traeremos más fatalidad y pesimismo a nuestra experiencia. Es agotador, por decir lo menos, y ciertamente un estado miserable en el que estar.
¡La buena noticia es que nadie tiene que vivir de esta manera! ¿Por qué? Porque “tenemos la mente de Cristo”, como promete la Biblia (1.° Corintios 2:16). Esta mente —que es la Mente divina, Dios— le dio a Jesús su mentalidad espiritual. Jesús era tan consciente de la totalidad del amor de Dios que no se inmutaba por las apariencias superficiales y los clamorosos engaños de los sentidos físicos. Su consciencia, inspirada por el Espíritu, Dios, percibía la perfección, la inocencia y la salud ante la debilidad, el pecado y la enfermedad, y era esta consciencia —la Mente de Cristo— la que sanaba.
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