Cierto hombre de negocios se sentía muy preocupado en lo que se refería a la competencia. Notaba que cada vez que solicitaba algún trabajo éste fué encargado a otra persona y con frecuencia sentía o bien que no había sido lo suficiente listo, o que se le había tratado de una manera injusta.
Un día, mientras se esforzaba por vencer el resentimiento que experimentaba al ver que un negocio solicitado por él pasaba a manos de otro, tropezó con el siguiente párrafo que aparece en la página 127 del libro Miscellaneous Writings (Escritos Misceláneos) de Mary Baker Eddy: "Si este corazón, humilde y confiado, ruega con fidelidad al Amor divino que le alimente con el pan del cielo, salud y santidad, será adecuadamente preparado para recibir lo que pide; entonces fluirá en él "el río de Sus delicias", el tributario del Amor divino, y experimentará un notable crecimiento en la Christian Science,—aun esa alegría que encuentra el bien propio en el ajeno."
En el deseo de encontrar "el bien propio en el ajeno" este hombre comenzó a expresar gratitud cada vez que se otorgaba un contrato: gratitud con motivo de que otra persona había conseguido trabajo, en fin, gratitud porque una necesidad había sido satisfecha. Este procedimiento le alivió en gran parte de su preocupación y depresión, pero en lo que concernía su propio caso no resolvió el problema, ya que el negocio al cual él aspiraba siempre caía en manos de otro.
Comenzó a darse cuenta de que su trabajo en la Christian Science sólo había sido hecho en parte, y oró con sinceridad para que se le demostrase qué era lo que le faltaba por hacer. Finalmente se puso a razonar de la siguiente manera: Dios no puede tener competidor, y puesto que el hombre sólo puede tener lo que Dios tiene, el hombre tampoco puede tener competidor. La única competencia que existe, no es la competencia que se conoce comunmente—es decir, la de dos o más personas que se esfuerzan por alcanzar un mismo premio—sino que es el esfuerzo que hace toda la humanidad para volverse a Dios; el anhelo de comprender mejor a Dios, y el deseo de trabajar juntos por el bien común, por las bendiciones en las que todos comparten por igual.
Vió claramente que todo el bien que existe procede de Dios y que le viene al hombre no por medio de la competición con sus semejantes sino por su reflexión de Dios. Existe suficiente bien para todos, y cada uno tiene su propio concepto del bien. Las ideas de Dios no pueden chocar ni estorbar a nadie. Ninguna idea puede desear ni tener lo que le pertenece a otro. A medida que uno prosigue los negocios del Padre, es conducido directamente hacia el bien que le ha sido preparado. Cada uno tiene que resolver el problema del ser en lo que a él le toca, y por consiguiente no necesita vigilar a otra persona para juzgar sus normas o marcar su progreso, sino que debe fijar la mirada únicamente en Dios.
A medida que este buen señor puso en práctica estas verdades de la Christian Science, comenzó a verificarse un cambio revolucionario en sus asuntos. Dejó de encontrarse con competidores y empezó a recibir negocios que estaba bien equipado para manejar; y aquellos que con anterioridad consideraba como competidores, también comenzaron a prosperar en sus respectivas ramas de negocio. Le vinieron ofertas que antes había hecho grandes esfuerzos por obtener, y en vez de mostrarse sorprendido, comprendió que ello era natural y justo. Estaba en condiciones para atender cuidadosamente el trabajo que le había venido como resultado de su obediencia a las exigencias del Principio divino, según las iba concibiendo. No abrigando, por consiguiente, la menor duda de que el trabajo le correspondía a él, lo aceptó con alegría y gratitud.
Los estudiantes diligentes de la Christian Science a menudo tienen que hacer frente a la sugestión de la falsa competencia, no solamente en los negocios sino en sus relaciones domésticas, en la escuela y otras actividades, y aun en la misma iglesia. Para gozar de tranquilidad y progreso se debe destruir por completo cada sugestión del mal que trate de testificar de los conflictos, el apremio, el egoísmo o la codicia.
Cada día podemos y debemos abandonar o anular alguna creencia limitativa, para dedicarnos con entereza al estudio de la Christian Science, hasta que la neblina de los pensamientos equivocados disipe por completo, revelando la abundancia de Dios. Necesitamos buscar la manifestación del bien en cada paso que tomamos; esperar buenos resultados y amplias bendiciones; reconocer la abundancia verdadera; regocijarnos en lo que podemos dar a otros, y no tener miedo de reclamar lo que nos pertenece. Necesitamos saber que el bien no puede ser pensado y expresado sin que resulte bien. Este resultado es tan cierto como el sonido que emana de un batintín al sonarlo. Resolvamos entonces a escuchar, llenos de esperanza, cada vez que reconozcamos la fuente del bien.
La llamada materia no tiene influencia alguna sobre la abundancia de Dios, puesto que la substancia de Dios constituye los hechos del ser; es decir, las cualidades fundamentales e invariables, tales como la bondad, el poder, la paz, el orden, el bienestar y la gracia. Estas quedan imperturbables a través de la eternidad, y cada año que pasa nos trae una comprensión más amplia, a medida que progresamos hacia Dios.
Recordemos la actitud de Pablo cuando fué echado en la carcel: para él el terremoto no fué una oportunidad para huirse, sino para predicar la palabra al carcelero y a su familia; y reconozcamos que nuestro esfuerzo no debiera ser para conseguir algo o para huir de alguna situación desagradable, sino para traer una bendición a todos aquellos con quienes estemos en contacto.
Hablando de Cristo Jesús, Mrs. Eddy una vez dijo (véase Miscellaneous Writings, pág. 74): "Su misión terrenal fué la de traducir la substancia a su significado original, la Mente." El Maestro dejó una regla de conducta que ha perdurado hasta nuestros tiempos y que llamamos la Regla de Oro. Es esta: "Todo lo que quisiereis que los hombres hicieren con vosotros, haced vosotros también así con ellos."
Dios creó al hombre y todo lo que el hombre necesita. Esta creación no se produjo en un remoto pasado, ni depende de ninguna condición futura, sino que está aquí mismo, en el eterno presente, y nosotros podemos probar que siempre estamos en posesión de todo lo que constituye nuestra entereza espiritual. Entonces no vacilaremos en reclamar el bien que Dios nos ha dado. Cuando cumplimos fielmente con este deber, estamos llevando a cabo la obra de nuestra propia salvación, venciendo alguna fase de limitación y sacando a luz el bien. Y este trabajo no puede dejar de bendecir a toda la humanidad.
Aprended a encomendar a Dios todos vuestros actos. Así los quehaceres ordinarios de la vida diaria se convertirán en peldaños que os conducirán al cielo.—
