En la página 220 de su obra “Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras”, Mary Baker Eddy escribe: “Las violetas alzan sus ojos azules para saludar el comienzo de la primavera. Las hojas dan palmadas como incansables adoradores de la naturaleza.” Bellos símiles semejantes a estos podrían hallarse a cada paso.
Cuando el ruiseñor vuelve a su morada de verano huyendo del clima invernal, no pregunta cual es el camino ni consulta horario alguno. Cuando los primeros indicios de la primavera despiertan a montes y praderas, la naturaleza no espera otro aviso. Y cuando, al aproximarse la época del desove, el salmón se traslada a las desembocaduras de los grandes ríos, lo hace instintivamente. Año tras año encuentra su camino y llega siempre a los mismos ríos como en obediencia a una dirección infalible. En el universo astral, los planetas se mueven dentro de sus respectivas esferas. Los vastos e indefinidos campos de las nebulosas asombran a la mente humana por lo majestuoso del espacio. Su grandeza es indescriptible. Desde lo infinitesimal hasta lo infinito se percibe la reflejada inteligencia de Dios, el Espíritu, la Mente. La naturaleza es un predicador muy elocuente, un incansable adorador, que se conoce por sus hechos más que por sus palabras. Benjamín Franklin una vez escribió: “Nadie predica mejor que la hormiga, y ella no dice nada.”
Pero ¿qué diremos de las fuerzas destructivas de la naturaleza? ¿Forman ellas parte de la reflejada inteligencia de la Mente divina? ¿Cómo es posible reconciliar la doctrina de ojo por ojo, diente por diente, con las benéficas influencias del Amor divino? ¿Por qué será que un animal persigue implacablemente a otro? ¿Por qué es que las llamadas fuerzas de la naturaleza causan estragos a la humanidad y la destruyen?
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