Los pensamientos de los hombres determinan lo que será de sus vidas. Reconocer esto es esencial, pero no lo es todo. Sólo aquel que sabe qué es lo que debe aceptar como verdad, y lo que debe rechazar como falso penetra en la conciencia de la realidad. La Ciencia del Cristo nos asegura que esto se puede hacer ahora mismo. Cuando se comprende que Dios, la única e infinita Mente siempre presente, es la Mente del hombre, se percibe que el temor, la confusión y las contradicciones no tienen causa ni realidad. Entonces el ideal divino del hombre ya no se considera impracticable ni remoto. El individuo se ve a sí mismo tal como es, a la luz de la semejanza de Dios, y no tarda en descubrir los argumentos que tratarían de despojarle de su identidad espiritual.
La humanidad ha descartado o desatendido la llamada que encierran las palabras de Jesús (Mateo, 5:48): “Sed, pues, vosotros perfectos, así como vuestro Padre celestial es perfecto.” Sin embargo estas palabras nos sirven de modelo y mandato. Con la inteligencia, el poder y los deseos que la Mente confiere, y que todos podemos usar sin limitaciones, bien podemos preguntarnos ¿Qué no podrá lograrse?
Darnos cuenta de las infinitas capacidades y posibilidades del hombre es el primer paso a tomarse para demostrarlas en nuestra experiencia humana. Fué este el propósito de Jesús cuando entregó mansamente su vida. La humanidad siempre ha descartado o desatendido la posibilidad de ser semejante a Dios, a pesar de la declaración inequívoca del primer capítulo del Génesis, que “Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza.” La aceptación de la caída del hombre, teoría ésta completamente contradictoria a las amonestaciones de Jesús de que fuéramos perfectos, y que él rechazó triunfalmente en cada una de las pruebas y seguridades que dió de la paternidad y filiación divinas, debe ser abandonada si los hombres han de posesionarse ahora mismo del dominio que le es dado por herencia.
Con una lógica incontrarrestable, en la página 200 de su obra “Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras”, Mary Baker Eddy ha escrito: “La gran verdad en la Ciencia del ser de que el hombre real era, es, y siempre será perfecto, es incontrovertible; porque si el hombre es la imagen o el reflejo de Dios, no está invertido ni subvertido, sino que es recto y semejante a Dios.”
Comprender la naturaleza del hombre a la imagen y semejanza de Dios, tal como es presentada en el libro del Génesis, es fundamental. El efecto inmediato, y no menos importante a comprenderse, es el dominio que es entonces conferido al hombre.
¡Cuan cabalmente lo expresó y confirmó Cristo Jesús! El declaró: “Toda potestad me es dada en el cielo y sobre la tierra” (Mateo, 28:18). Sin este dominio no puede haber semejanza a Dios. El hombre caído, antípoda del hombre semejante a Dios, ha tratado de falsear el dominio, ejerciendo la voluntad humana, con todos sus acompañantes medios y arbitrios. Las consecuencias han sido trágicas. En la continua contemplación y aceptación de sí mismo como un ser mortal; en considerar toda situación y circunstancia como si estuviera fuera y no dentro de su propia jurisdicción; en aceptar que el pasado, el presente y el futuro son capaces de ejercer influencia sobre sus pensamientos y dirigir su vida, el individuo, a veces por ignorancia y otras veces deliberadamente, ha perdido su derecho al dominio. Y al usurpar, para sí o para otros, el poder, al buscar orientación y salvación en fuentes ajenas a la Mente divina, ha vagado lejos hacia el reino de la desemejanza; ha perdido de vista el único ideal que significa salud y salvación, a saber, la semejanza a Dios.
El poder que proviene de la Mente no necesita ni colaboración ni apoyo humano. Nos trae tranquilidad y una inflexible convicción de seguridad ante la más fuerte tentación y el repentino peligro. Este poder lo podemos utilizar para nosotros mismos y para los demás, porque es imparcialmente asequible para todos. Quien conserva la conciencia de la semejanza a Dios en todas partes y en todas las cosas, llegará a saber que él no puede ser otra cosa sino el testigo de Dios, la evidencia de Su ser. Y la Ciencia le enseña que esta conciencia es suya para ser utilizada en sus actividades humanas; es suya tanto en la tierra como en el cielo.
La creencia de muchas mentes y voluntades, la teoría de que la inteligencia y la iniciativa pertenecen a algunos y les son negadas a otros, y sobre todo, la aceptación de un mundo donde Dios no es invariablemente asequible, he aquí los motivos por los cuales han aparecido, lado a lado, el débil y el fuerte, el tímido y el agresor, el vasallo y el dominante. En esta parodía del hombre, donde el poder parece pertenecer a uno y ser negado a otro, vemos la lucha continua entre los que dominan y los dominados, bien sea tal sumisión voluntaria o falsa. Pero quien vislumbra al hombre que Dios conoce, el único hombre que en realidad es posible conocer — su verdadero ser — se percata de lo que quiso decir Jesús cuando se refirió al reino del cielo como estando dentro de uno mismo. Entonces la Mente perfecta, el mismo Dios, ya no es visto como lejano. En comunión consciente, en el entendimiento espiritual, el individuo se contempla a sí mismo como idea de la Mente, reflejando la salud y libertad, infinitamente dotado de oportunidades para expresarse. Percibe por qué Jesús pudo asegurar a su discípulo Felipe, que cualquiera que percibiera espiritualmente su verdadero ser como la semejanza de Dios, había visto la naturaleza de su Padre. Ningún otro ideal, ningún otro concepto de la existencia, puede satisfacer a quien haya tenido esta visión de la realidad, y que sabe que sólo falta demostrarse individualmente.
¿Quieren los hombres expresar sabiduría, conservar salud y libertad de pensamiento, poseer valor y energía, ser dotados de paciencia y magnanimidad hacia todos? Pues entonces tienen que hallar su verdadera identidad como reflejo de Dios. Sólo en la divina unidad con la Mente se halla la seguridad de la supremacía sobre todo el mal; y es en tal unidad que se ve aparecer aquello que, por ser nacido de Dios, bendice a todos sin perjudicar a nadie.
Cuando los hombres se percatan de lo que significa ser la semejanza de Dios, toda exaltación humana, toda tendencia nacida del orgullo o de la desestimación propia, se acaba. Con su acostumbrada franqueza, Pablo preguntó: “¿Qué tienes tú que no hayas recibido?” (I. Cor., 4:7.) Realmente, nada; sin embargo, de hecho, el hombre lo tiene todo, porque él es el reflejo de la Mente.
Aceptar las flaquezas de la desesperación, del fracaso o de las limitaciones en cualquier forma, es negar lo que pertenece al hombre. No debiéramos esperar que los acontecimientos o las circunstancias fortuitas resuelvan nuestras dificultades. Dentro de nosotros mismos, en la propia seguridad de nuestra semejanza con Dios, y el dominio consiguiente, habrá de vencerse todo mal, y establecerse la bienaventuranza.
Manteniendo con firmeza la idea de su semejanza a Dios, rechazando resueltamente los argumentos y tentaciones de su opuesto, bien se trate de la enfermedad o el pecado, el desaliento o las limitaciones, y elevando siempre los pensamientos al modelo divino, los hombres no podrán menos que encontrar paz y bienestar. Estos serán manifestados tanto en los asuntos de mayor importancia como en los más pequeños detalles de la vida, aun en todas las relaciones y empresas humanas. Así los hombres aprenderán cuándo deben estar alegres, cuándo sobrios; serán caracterizados por la dulzura y la paciencia ilimitada, la paciencia inspirada por el Amor; su capacidad para adherirse al Principio, por inexorable que aparecieran sus demandas, no fallará. Conscientes del dominio que pertenece a la imagen de Dios, los hombres confiadamente afrontarán cualquier problema que se les presente, no estorbados por los argumentos que acosan a aquellos que creen en sus propias fuerzas o dudan de ellas, que temen o se fían en la fuerza superior de otros. En poder y en capacidad, en habilidad para expresar su verdadero ser, en la gracia y en la facultad de reflejar de una manera impersonal su semejanza a Dios dondequiera que estén, los hombres verán llegar a un mundo agobiado, el bienestar y la redención.
En la página 248 de su obra The First Church of Christ, Scientist, and Miscellany, Mrs. Eddy dice: “Os remontáis sólo cuando elevados por el poder de Dios, o caéis por falta del ímpetu divino.” El que entiende lo que sólo es real, valioso y permanente, no busca otro poder más que éste, ni desea otro ímpetu. El sabe que solamente así es que se cumple la voluntad de Dios y que se conserva Su semejanza. Esto debiera ser siempre el único modelo, la única fuente de inspiración y poder. Cualquier simulación que se haga al respecto, aunque asuma cierto mérito y tenga la apariencia de buen éxito, no es más que una impostura sin valor, que demora y estorba el crecimiento del individuo y su comprensión de lo real.
La Christian ScienceEl nombre dado por Mary Baker Eddy a su descubrimiento (pronunciado Críschan Sáiens) y que, traducido literalmente, es la “Ciencia Cristiana”. ha abierto a los hombres el camino que conduce a la semejanza a Dios. Es en esta unidad de Dios y el hombre, que Jesús ejemplificó y enseñó y que Mrs. Eddy ha aclarado y puesto al alcance de todos, donde encontramos nuestro propio ser, pero no como mortales; percibimos nuestra verdadera entidad, aquella entidad que Dios mantiene y delínea. Entendemos por qué Jesús era semejante a Dios. Era por la sencilla razón de que en sus oraciones, sus palabras y sus actos, continua y consecuentemente no reconocía a ninguna otra paternidad ni a ninguna otra filiación más que la divina.
No importa cuan sutil o plausiblemente se nos presente como una realidad la desemejanza de aquello que es perfecto, bien porque se desee o se tema, o bien porque se acepte como perteneciendo a nosotros o a nuestro prójimo, a la luz de la Verdad vemos que no tiene poder para negar a Dios, denigrar al hombre ni destronar el poder. ¡Cuán imposible resulta identificar al hombre con la falsificación, con la irrealidad, o admitir la separación y la dualidad, después que la Ciencia del ser nos ha revelado la unidad de la Mente y su idea!
Ejerciendo fidelidad, vigilancia y firmeza, adhiriéndose al significado de lo real y apartándose de todo lo que es falso, los hombres aprenden lo que significa tener dominio. Encuentran que sus vidas ya no están gobernadas por el temor y la inseguridad, sino más bien por las cualidades que imparte el Espíritu. Este es “el ímpetu divino” que para siempre dota a los hombres del poder para buscar y luego demostrar la perfección, en obediencia al mandato de Cristo, y que siempre los faculta para contemplar el universo creado por la Mente y así poner de manifiesto su propia semejanza a Dios.